Roier cayó de espaldas contra la almidonada cama, fingió placer cuando un gemido falso salió de su boca y luego puso sus mejores ojos de súplica para verse tan inocente frente al hombre que estaba frente suyo.
Muy calvo para su gusto, con un hueco en lo alto de la cabeza desprovisto de cabello y vellos saliendo de sus orejas. Miró el bigote mal cortado y su vientre inflado por la cantidad de cervezas que se veía que tomaba.
Le llegó el penetrante olor a mala higiene cuando se quitó el pantalón y fingió su mejor sonrisa coqueta cuando él le pidió arrodillarse.
Sus ojos brillaron con falso deseo y esperó una indicación, algo que le dijera que se moviera.
Todo era tan falso para él, pero no podía pararlo.
–Ya sabesqué hacer, hijo. —lo incitó, moviendo su diminuto miembro frente a su cara.
Roier se desconectó en el primer segundo en que cerró los párpados y se hizo hacia adelante para recibir contacto. No le gustaba la idea de que ese desconocido le llamara "hijo", pero intuyó que era algo de costumbre por verlo más joven que él. Claro que eso no le quitaba lo repulsivo, pero qué podía hacer, sólo era un cliente más.
Entre más rápido acabara, más rápido se iría.
Y entre más rápido eyaculara, menos probabilidad tenía de tener que acostarse con él. Los de su edad usualmente venían por una mamada y besos descuidados, pero Roier prefería tomarse el lujo de decir que no permitía los besos, a menos que el hombre con quien estuviera le levantara alguna pasión.
Claro que eso no había pasado, así que sus besos seguían reservados para alguien especial, creía él.
Despertó de su trance cuando sintió el cuello pegajoso en sudor, fluidos y saliva de asqueroso olor. Cerró los párpados un rato más antes de suspirar resignado, levantarse de golpe, bañarse en cinco minutos y regresar al vestíbulo donde ya lo esperaba otro cliente, menos asqueroso que el anterior.
La historia se repitió, una tras otra, día a día, noche a noche.
A veces sus jefes lo arreglaban lindo y lo mandaban a fiestas importantes para compañía de los mejores y más poderosos hombres. Eso le gustaba más, porque sólo se dedicaba a verse bonito y estar parado frente a ellos con la coquetería que irradiaba de sus poros.
Era una scort, a veces.
Otras sólo una puta.
El nombre variaba, pero el significado no era el mismo.
Y Roier prefería ser una scort, que una puta. Porque en la primera opción sus noches no terminaban en sexo, pero sí en buenas bebidas y bocadillos costosos, sólo siendo el hermoso chico que robaba miradas y creía que tenía el poder, el control total de su cuerpo.
Y en el segundo era... sólo eso. Un objeto para alguien que venía a liberar las tensiones de matrimonios rotos, fetiches medio inofensivos o gustos inaceptables a la luz del sol. Y la palabra le calaba siempre en el fondo, pero jamás podría dejar de serlo.
No tenía a dónde ir, tampoco quien cuidara de él, menos alguien que lo orientara, que le dijera que las cosas podían mejorar en algún punto o simplemente darle un abrazo comprensivo.
No tenía padres o hermanos, no tenía dónde caerse muerto y su estado desechable le hacía saber que no tenía opciones ni esperanzas. Así que pensar en ser lo que era por unos cuantos años más, hasta que el tiempo le cobre factura y deje de ser bonito o deseable, era su única esperanza.
Pero le dolía no saber qué hacer si encontraba libertad, porque no tenía estudios, ni ningún papel que demostrase que era inteligente, y quizá es porque no existiría nada para demostrarlo.