Terminó de comer el cereal y regresó a la cocina a dejar su tazón vacío en el lavadero. Miró con curiosidad los vidrios rotos y se detuvo para tomar servilletas de papel para limpiar el desastre. No podía hacer mucho si no encontraba algo más útil con qué limpiar, así que se limitó a hacer lo que podía con lo que tenía.
Recogió cuidadosamente los vidrios dispersos y los envolvió en servilletas, rogando que nadie se cortara con ellos al llegar al depósito. Echó un último vistazo y subió lentamente por las escaleras, lamentándose porque no llevaba zapatos puestos, parece que los hombres idiotas que se lo llevaron no le preguntaron siquiera si estaba bien vestido para la ocasión.
Le parecía muy extraño que simplemente lo obligaran a salir, sin dejarle su maquillaje o mejores ropas para complacer al hombre que se suponía debía estarse cogiendo en este momento. Se apretó contra la suave cobija y avanzó por el pasillo hasta la habitación donde había estado en un principio, mirando desde donde estaba la puerta abierta y la luz prendida.
Se asomó con curiosidad y vio al hombre de antes doblar sabanas limpias y dejarlas en el clóset con cuidado. Dio un paso dentro y sólo lo observó atentamente en su tarea, hasta que él reparó en ello y saltó por la sorpresa.
–L-lo siento, mi señor. No quería asustarlo. —habló bajito, como una caricia.
–No me digas así, por favor. —masculló, terminando con su tarea.
Roier se acercó con cuidado y se sentó en la esquina de la cama, cubriéndose más con la manta.
–¿Entonces cómo puedo llamarle? —lo miró, curioso.
–Etoiles. —soltó.
–Claro... Etoiles. —dijo para sí mismo.
–¿Algún problema con eso, niño? —lo miró fugazmente.
–Ninguno señ- Etoiles. —corrigió.
–¿Tú eres?
Roier le dirigió una mirada curiosa y extraña, como si hubiera tocado un tema que no le correspondía o estaba mal.
–¿Qué pasa?
–Yo... no sé si deba saber mi nombre, no suele ser importante en mi trabajo. —se sonrojó.
–¿Qué trabajo? —afiló la mirada.
Le pareció que era una invitación a mostrárselo. Algunos clientes aprovechaban la pinta de niño inocente para preguntarle cosas cuestionables sobre lo que podía, o no, hacer durante el sexo. Y la pregunta era más de rutina, que otra cosa. La conocía.
–Bueno... Puedo ayudarte a sentirte bien. —empezó.
Él no pareció reaccionar ante la explicación, así que se obligó a continuar y ser más explícito.
–Ya sabes, quizá necesites liberar tensión. Puedo hacerte un masaje de hombros a pies, y si tú quieres me detengo a la mitad, para quitarte el estrés. —sonrió. –Acariciarte y comerte despacito, puedo...
–Detente —espetó. –No sigas.
El rostro de Roier demostraba la más pura confusión. No entendía por qué no estaba contento con lo que decía. Aunque quizá era un hombre de más acción, así que obedeció al cerebro cuando pensó en quitarse unas cuantas prendas para convencerlo, empezando por levantar lentamente su crop top hasta llegar a sus pezones perforados.
Jadeó en sorpresa cuando él se acercó con rapidez y se abalanzó a su cuerpo, sólo para poner las manos en el borde la prenda y jalar hasta que volvió a cubrir su pecho.