No se equivocó, pero verlo ahí le hizo un nudo en el estómago. Porque sabía que le tenía miedo al mar y aún así fue la última opción en la que pensó encontrarlo, pero el temor contra él había sido mayor, así que seguro terminó perdido hasta llegar al puerto.
Estaba sentado en una banca con vista directa al agua, y temblaba violentamente por el frío, pero se rehusaba a moverse, sólo intentando que el llanto lo dejara en paz mientras abrazaba sus rodillas.
Etoiles caminó en silencio mortal y al estar detrás suyo se quitó la gabardina y se la pasó por los hombros, haciendo que jadeara de sorpresa y se hundiera en el banco ligeramente para evitar el contacto.
Rodeó y se sentó junto a él, apreciando el oleaje suave que provocaba el sonido más relajante del que Roier nunca había sido consciente en su vida, hasta ese momento. Y se giró para mirar su rostro perfilado y su nariz roja que sorbía constantemente para que no lo mirara llorar. La luz de la farola acariciaba sus facciones y lo hacía ver lindo, a pesar de lo triste de su mirar.
No dijo nada. Juntos miraron adelante hasta que el llanto cesó y Roier entendió que era momento de decir algo para liberar el corazón de la presión absurda que había crecido. Además de que se alegró de que lo buscara, porque estaba perdido y aterrado, pensando en cómo contactar a su padre y que lo dejara volver a casa.
–L-lo siento. —soltó, con voz temblorosa.
Etoiles no le respondió y su orgullo se enterró en la arena para no volver a salir de ahí, hasta desvanecerse. Espectó cómo se levantaba y daba la vuelta, y cuando quiso volver a llorar, él le tendió la mano en su dirección, invitándolo sin pronunciarse.
Dudó varios segundos, pero con las mejillas rojas y entumecidas por el frío sonrió con angustia y se estiró para alcanzar sus dedos hasta aferrarse, bajando la mirada ante su inspección intensa.
–Vuelve a casa, Roier.
Su voz llegó profundo, a su estómago retorcido de emoción y se levantó tan lentamente que sintió que pasaba en cámara lenta. Se puso a su lado y sintió cómo entrelazaba sus dedos firmemente, jalándolo para colocarlo a su lado mientras avanzaba con rapidez hacia el camellón.
Roier hacía todo lo posible por alcanzarle el paso y sus piernas torpes lo hacían tropezar constantemente, pero él no bajó la velocidad ni un segundo y avanzaron así hasta reconocer el complejo de casas, casi corriendo al llegar para abrir la puerta, donde él lo empujó lento, con poca fuerza.
Cayó de rodillas y sollozó, pero luego sintió cómo él se arrodillaba frente suyo y lo abrazaba.
Hasta ese punto pudo sentir su pecho hinchándose tan rápidamente y su corazón palpitar en desespero, con la respiración irregular y el cuerpo ligeramente tembloroso. Se sintió pequeño entre sus brazos y sólo se acurruco para que sus labios rozaran su cuello una vez más.
Sonaba tonto, pero le gustaba su fragancia corporal. La mezcla de desodorante, gel de baño y colonia, el plus del aroma de su piel. Era hipnótico y lo relajaba, porque la casa olía naturalmente a él y eso lo mantenía calmado.
Aflojó el agarre progresivamente hasta que pudo mirarlo a los ojos, pero él no podía hacerlo, por más que lo intentase, la pena de ser tonto e impulsivo lo perseguía y no quería cometer otra tontería.
–Al baño, Roier. Ahora. —ordenó.
Sus miradas se encontraron y la duda lo hizo entrecerrar los párpados con confusión.
–Vas a tomar una ducha, y te irás a dormir. ¿Entendido? —terminó.
Asintió y bajó la cabeza, pero no se perdió cómo subía una de sus manos y le acarició lentamente la mejilla como una tibia y fantasmal brisa, casi imperceptible.
