A Roier le hubiera gustado decir que todo estuvo tan tranquilo como antes, pero usualmente se encontraba lloriqueando de aquí para allá, con la mirada de Karl siguiéndolo por todos lados como si estuviera a punto de perder la cabeza, sin atreverse a intervenir.
Cuando se servía cereal, lloraba.
Cuando veía el televisor, lloraba.
Cuando tomaba una ducha y el jabón no olía a él, lloraba.
Cuando se miraba al espejo y no había nadie a quien mostrarle sus delineados, lloraba.
Incluso lloró cuando no supo cómo combinar su ropa y no podía robar una de sus sudaderas.
Pero cuando vio Mujer Bonita en la tele, ya no lloró. Sólo se quedó pensando en todo el tiempo en que se sintió protegido, como ella. Esas noches donde sentía no merecer nada por no saber cómo comportarse, por no saber algo tan básico como lavarse las manos antes y después de salir del baño, o de tener intimidad, que no tenía nada que ver con lo sexual.
Pensó en su libertad, en las cosas tan pequeñitas como tener un baño para ti solo, una habitación donde podía descansar sin escuchar los gemidos o gritos de los demás, sin gente con envidia que le arrebatara sus objetos de valor y las compartieran sin permiso.
Pensó en sus "hermanos", en los chicos que vio desde muy pequeño, y en cómo sería todo en estos momentos. No iba a cambiar nada, claro estaba, que él desapareciera sin más era algo irrelevante para la vida de los demás, pero tenía algo en el corazón que seguía preguntándose si al menos alguien de ahí lo extrañaba.
Quería convencerse de que Etoiles era lo que tanto escuchaba como un hombre del proceso, porque se había quedado en todo ese punto para ayudarlo y hacerlo sentir una persona otra vez, pero ahora no podía defenderlo, si se sentía tan solo, tan perdido de nuevo, como si le arrebataras la cuerda a un perrito y ahora no supiera a dónde correr.
Sintió un beso en la mejilla y se giró al contacto, sonriendo por la barba que le hacía cosquillas.
–Hola, guapo. —escuchó. –¿Nos vamos?
Cellbit se había convertido en otro de sus amigos cercanos, ya lo eran, pero ahora intentaba sujetarse de quien sea que le diera apoyo, dejando que su tonto corazón confiara sin más en otras personas, para no sumergirse en la agonía.
Cellbit lo llevaba a pasear en sus días de descanso, le enseñaba la ciudad y lo capacitaba para lo que debía hacer en las calles. Qué hacer si se perdía, qué cosas debía recordar para guiarse, el transporte que podía acercarlo, sus colores y rutas.
Y él apuntaba todo en una pequeña libretita, donde hacía mapitas con dibujitos pequeños para ubicarse mejor. Intentando que sus únicas neuronas trabajaran el doble mientras él era paciente y le explicaba sin parar todas sus dudas.
Roier se lo agradecía, pues era muy torpe para reconocer rostros o lugares. No lo necesitaba, sus clientes eran tantos que poco intentaba evocar sus rostros, y no salía más que al despacho de su padre y volvía a su habitación.
A veces lo llevaba a comer pastelillos, o a las numerosas cafeterías del lugar, donde descubrió su amor al pan dulce y todo lo que tuviera un bizcocho. Tomaba malteadas de fresa, curioseaban en algunas tiendas de antigüedades donde Cell le enseñó palabras nuevas y cosas que nunca esperó.
Era un hombre muy amable, atento también, siempre interesado en hacerle preguntas y responder las propias, haciéndole olvidar los motivos que lo hacían estar triste, sin necesidad de preguntarle sobre lo que lo aquejaba.