Ni siquiera supo cómo llegó, pero de lo que sí estaba seguro es que por su cara nadie se atrevió a reclamarle algo sobre no pagar el pasaje en el autobús, parte por el temperamento feral que tenía, parte porque al parecer algunos lo conocían, o le tenían respeto por haberlo visto antes por el puerto junto a los demás.
El camino fue horrible, idas y vueltas, giros innecesarios, bloqueos y un sinfín de eventualidades que casi le gritaban que no volviera porque no le gustaría hacerlo.
Pero él quería hacerlo, y entre el querer y el deber, definitivamente sentía que debía hacerlo, que lo necesitaba, que mataría al que sea por eso.
Todo el camino estuvo repleto de recuerdos que le vinieron como pequeñas películas que se reproducían en su cabeza, las cosas que lo hacían querer volver antes, las mismas cosas que hicieron que, sin querer, su corazón se abriera ante la calidez de su alma, de su inocencia, de esa sensación de protegerlo aunque sabía que era un hombre fuerte y sólo necesitaba orientación.
Su mente lo llevo al día en que partió e hizo acopio de su dignidad para no girarse en su dirección y decidir quedarse, en que supo que sus ojos tristes esperaban una mirada como las que le daba las contadas ocasiones donde lo acompañaba a la puerta. Y que ante esa debilidad en el corazón sabría que estaría cometiendo un error en quedarse, por el cumplimiento de su deber.
Ahora había un peso más, el haberle mentido cuando dijo que volvería pronto, cuando seguro se quedó envuelto en mantas, o acurrucado en el sillón viendo comedias rancias de madrugada mientras estaba en vela por él.
Claro que no quería hacerse el irresistible, pero en tan corto tiempo se había dado cuenta de todas las cosas que él hacía, de que era tan transparente y podías ver un estanque de agua clara cuando lo conocías, sin comprender por qué nadie era capaz de ver eso, y ayudarlo a salir del charco que lo manchaba cada vez más, en el interior.
Roier le había iluminado la casa, por decir menos que la vida, que era el nombre correcto.
A todas luces llegó para darle ruido, para llenar de garabatos que dejaba con un marcador rojo en zonas "imperceptibles" según él, con telarañitas que sabía esconder bien, pero no para él, nunca nada pasaría desapercibido por él.
Se acordó de cómo brillaron sus ojos la primera vez que le dio esa araña de metal y él la mantuvo como su posesión más preciada.
Pobre, ¿cómo algo así podía ser tan grande?
El corazón le decía que no podía dejarlo conformarse, llenándolo de todo lo que quizá alguna vez quiso y no se pudo permitir. Preso de su agenda, que no escogía él. Preso de un hombre al que falsamente le rindió respeto cuando lo único que debería hacer era aborrecerlo.
Roier no era un objeto, ni de cambio, ni de placer.
Y a pesar de que sabía que él estaría dispuesto a ser y hacer lo que él quisiera, definitivamente no quería hacerlo.
Porque no se trataba de él.
Se trataba de todas esas veces en que lo escuchó repetir su nombre dormido, sonriendo y agradeciendo con frases cortitas.
¿Cómo traicionas la confianza de alguien así?
A quien te entrega su vida en la inquietante oscuridad, sin saber si le haría daño o no, sin saber que podía herirlo de formas inimaginables si es que dejaba que viera sus pensamientos retorcidos, manchados por el trabajo sucio que había hecho por incontables años.
Y Roier, tendido ahí, sólo le expresaba la infinita misericordia, la redención, las ganas de simplemente tirarse a pensar en todas las cosas buenas que le pasaban, un buen trabajo, un buen puesto, una buena casa, todo a su alcance si lo quería, todo el poder que quisiera conseguir si seguía siendo sanguinario y seco en su actuar.