Le hubiera gustado decir que estuvo asquerosamente incómodo con el tanque a su lado que mostraba violencia sólo con su presencia y sus miradas pesadas, pero la realidad es que no fue así.
Estuvo corriendo como un niño pequeño por todo el camellón que llevaba hasta el mar y apreció cómo las gaviotas sobrevolaban por todo el lugar, sonriendo al cielo con interés. Parecía que era tontísimo hasta para enojarse, porque todas las ganas de hacerlo pagar por sus tontas bromas se desvanecieron apenas recordó el camino hacia el malecón.
Etoiles lo seguía de cerca, pero no se entrometía en cualquier bobería que hiciera, tan sólo siendo paciente con su aniñada forma de ver el lugar. Lo vio acercarse de más hacia el borde y luego retrocedió con temor, chocando con su espalda firme.
Roier levantó la cabeza y pudo ver su rostro con curiosidad, sonriéndole tímidamente antes de separarse de él, alejándose del borde con cautela. Siguió su camino con más calma, sin emocionarse por la mínima cosa mientras observaba a su alrededor.
–Pensé que le tenías miedo al mar. —musitó.
–Lo hago, pero puedo verlo al menos, lo que me da miedo es acercarme a las orillas, donde podría tocarlo sin limitación, siento que algo me jalará y no me soltará. —se removió, con una mueca tímida.
–No, eso no pasa. El mar no es malo, la gente sí, tenles miedo a las personas. —sonrió de lado.
–Lo dices tan sencillo. —masculló.
–Porque lo es, el mar es hermoso y sólo debes tenerle respeto para poder estar en él. Respétalo y te respetará, es básico. —aseguró.
–No sé nadar. Eso no cuenta. —negó.
Etoiles lo inspeccionó, pero no quiso aceptar que había ganado la batalla en eso.
Caminaron hasta que él se detuvo en un punto, ganándose la curiosidad de Roier que frenó en seco y regresó.
–¿Qué pasa? —lo miró.
–Vamos a desayunar. —habló, abriéndose paso en el establecimiento casi vacío.
Roier lo siguió de cerca y le sonrió a todo aquel a quien se encontró, poniendo atención a los adornos marítimos que colgaban del techo.
Etoiles lo guio con conocimiento hasta el fondo del restaurante y se sentó, dejando que el chico tomara asiento frente suyo.
Se enfrascaron en una tonta conversación donde Roier señalaba todo lo que veía y se maravillaba como si jamás hubiese visto artesanías así, luego se recordó mentalmente que lo más probable era que evidentemente jamás lo haya hecho y todo terminara siendo emocionante para su inocente corazón.
Les sirvieron un plato de huevo y arroz y Roier odió ponerle salsa porque era muy condimentada, casi haciendo una arcada cuando sintió el sabor del vinagre entre la mezcla.
–La odio, odio el vinagre. —se removió, sacando la lengua con asco.
–Entonces ni siquiera se te ocurra probar el escabeche. —se burló de él.
Hora y media después salieron del lugar y Roier lo guio como si conociera el lugar para mirar los papalotes coloridos que ofrecían. Giró para mirarlo y él sólo negó terminantemente.
Era muy temprano por la mañana, pero le sorprendió que hubiese tanta gente disfrutando desde horas tan normalmente utilizadas para dormir, encontrando turistas tomando fotos y videos, niños corriendo y consiguiendo burbujas, o algunos perros con correas que paseaban al lado de sus dueños.
