Los Ataúdes Abandonados: Una Sombra en la Memoria
El crepúsculo se cernía sobre la tranquila cuadra, bañando las casas de una penumbra ominosa. Aquella noche, la oscuridad se apoderaría de las mentes desprevenidas, entre sombras y susurros siniestros.
El aire estaba impregnado de un aura densa, como si la tragedia se hubiera quedado suspendida en cada rincón. La narración comenzó con la noticia de la muerte del hijo menor de la tía Sandra, en su propio cumpleaños. Un presentimiento hizo que acudiera a la fiesta, y lo que descubrió fue más aterrador de lo que jamás habría imaginado.
El pastel destrozado, un espectro de caos, pero la verdadera pesadilla estaba por develarse. La búsqueda del niño llevó a explorar cada rincón de la casa, del jardín, e incluso más allá. La desesperación se apoderaba de los presentes, mientras la paranoia se insinuaba en sus mentes.
Cuatro horas después, el hallazgo trascendió los límites de la cordura. El niño, asfixiado dentro de un ataúd en una bodega. Pero la macabra historia no comenzaba allí. La pregunta latente: ¿por qué había un ataúd en su casa?
Semanas atrás, una camioneta de carga abandonada, cargada con ataúdes, había aparecido en la esquina de la cuadra. Los vecinos, seducidos por la morbidez, se lanzaron a explorarla, descubriendo que los féretros estaban vacíos. Un oscuro presentimiento se esparció como una sombra, pero la avaricia y la imprudencia no conocen límites.
Los ataúdes fueron saqueados, cada uno llevado a un nuevo hogar. Y así, las muertes comenzaron a sucederse. El segundo fallecido, muerto por un susto, encontró reposo en el ataúd que él mismo había cargado desde la ominosa camioneta. Las perturbadoras conexiones se tejían, como hilos invisibles en una telaraña maldita.
La creencia se arraigó: los ataúdes estaban malditos. ¿Habrías tenido el coraje de guardar uno en tu hogar? La paranoia se extendió, y cada casa con un féretro era marcada por el destino.
El relato se deslizaba entre los entrelazados destinos de los dueños de los ataúdes. La tercera víctima, desaparecida sin dejar rastro, solo para ser descubierta colgando de un árbol en su propio patio. La cuarta, un matrimonio que abrazó la muerte en un último acto desesperado, envueltos por las llamas del ataúd en su hogar.
La tensión crecía, palpable en la narrativa, como si el lector estuviera inmerso en la espiral de desgracia que rodeaba a la maldición de los ataúdes. Los vecinos, presos del terror, se preguntaban si la fatalidad los alcanzaría también.
Finalmente, la última familia, ausente en la cuadra, se enfrentó a su destino en Chavarría. Las luces parpadeantes, los recados sin respuesta, y el regreso del padre sin vida, producto de un accidente en el camino.
La historia concluía con la lección aprendida: lo ajeno no se toca. La cuadra, sumida en el silencio posterior a la tormenta, anhelaba dejar atrás los eventos que los habían marcado desde el 2001. Pero el miedo persistía, como una sombra insidiosa, recordándoles que la oscuridad puede ocultar secretos macabros, listos para emerger y teñir de horror sus vidas.