Cap 108

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LO LAMENTO, DOLERÁ.

Yo tenía veintiuno. Ella me rompió el corazón, así que yo rompí sus ventanas. Cuando entré a su casa, ésta pareció tambalearse, como si yo fuera una lombriz y quisiera vomitarme.

Ella me miró exactamente como yo quería: aterrada. Su vestido blanco era de color opuesto a mis pensamientos. Levanté mi cuchillo como si levantara mi orgullo, la perseguí como si persiguiera un sueño, un sueño de hermosas caderas que me había rechazado mil veces. Cuando la alcancé, mi cuchillo y su piel se estamparon en quince ocasiones, mis lágrimas de rabia cayeron en un charco de sangre de mujer, y por alguna razón, pude escuchar el sonido.
¡Eres una puta! ¡Una perra interesada! ¡No vas a casarte con él! ¡Yo valgo más de lo que piensas!… Dije un montón de sandeces esa noche, las cuales usé para disfrazar una pregunta que no me atrevía a formular: ¿Por qué no puedes amarme?
Ella quedó ahí, muerta, como un pajarito que se cansó de volar y se dejó caer desde lo alto. Detrás de mí, escuché a una niña llorando, aferrada a un peluche que le servía de amuleto contra el miedo. Ni siquiera lo pensé, sólo corrí hacia ella y dejé que mi cuchillo hiciera lo único que sabía hacer, cinco veces. No me atreví a mirar su carita tierna, porque sabía que eso podría detenerme.
Esa noche dejé dos cadáveres en el suelo. Esa noche restauré mi orgullo, mi corazón roto, mi dignidad. Esa noche le hice justicia al amor.
Y me funcionó. Pues dos años después, una mujer se enamoró de mí. Me casé, formé una hermosa familia. Procreé a dos hijos que se convirtieron en hombres de bien y una hija que se volvió la princesa más hermosa. Conocí la felicidad en su grado máximo, recibí todo el amor que un ser humano puede aguantar. Y con los años me dí cuenta que la muerte algún día vendría por mí, para hacerme pagar lo que había hecho. Me tomaría desprevenido y me arrancaría la existencia. Pero eso era algo que podría aceptar después de haber tenido una vida tan preciosa.
Sin embargo, como comúnmente hacemos los seres humanos, la subestimé. Porque la muerte siempre tiene planes más elaborados.

Hoy es mi cumpleaños cincuenta y ocho. Estoy parado afuera de mi casa, luces rojas y azules se proyectan alternativamente sobre mi rostro. Detrás de mí hay tres patrullas estacionadas como sabuesos metálicos.
De mi hogar, de mi recinto sagrado, de mi madriguera de felicidad, están sacando el cadáver de mi hija, esa princesa que fue mi creación más hermosa. Después sacan a un muchacho, sus manos tienen esposas, pero hace veinte minutos tenían un martillo, uno que ha dejado huellas en la cabeza de mi hija. El muchacho me mira: nos conocemos. Mi hija lo trajo a cenar varias veces, nos acompañó a ver partidos, lo invitó a fines de semana familiares. Era su novio, el amor de su vida. Hasta que terminaron y ella se consiguió a alguien mejor.
Él me mira con una sonrisa cínica, una sonrisa que me duele y me aterra. ¿Por qué? Porque es la misma sonrisa que yo puse a los veintiún años. Tiemblo, porque sé exactamente lo que piensa: no está arrepentido, está orgulloso, satisfecho, ha disfrutado hacerle justicia a su corazón roto.

Veo mi reflejo en él, mi versión de hace treinta y siete años. Quiero matarlo, quiero matarme a mi mismo. Pero en vez de eso, sólo lloro.
«Quiero morirme», digo en voz alta.
Doy un salto al escuchar a la muerte murmurando detrás de mí:
«No, aún no tienes mi permiso. ¿Sientes eso? Se llama pena, de la más descomunal y devastadora… Aún te faltan años de ella».

Después suelta un cruel y frenético ataque de risa...

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