Capítulo 70: Espadachín (parte 1)

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El paisaje pasaba por sus ojos como una exhalación, tan rápido que solo podía distinguir borrones, el camino a un par de metros delante de él o alguna piedra grande. El monuca se movía con la velocidad de un halcón, levantando trozos de tierra cuando sus garras se clavaban al suelo al impulsarse. Caju se aferraba al pelaje del animal con toda la fuerza de sus dedos y piernas. Era tan corto que temía caerse en algún giro cerrado o salto.

El viento empezó a traerle sonidos de guerra. Gritos y explosiones se mezclaban en sus oídos junto al sonido de su propia respiración a la vez que un nudo empezaba a formarse en su estómago. De pronto, parecía como si fuera más consciente del peso de sus dagas colgadas de su cinturón. Se preguntaba si esa noche tendrían que volver a arrebatarle la vida a alguien. La criatura empezó a disminuir el ritmo por fin, alargando sus zancadas. Cuando la velocidad ya fue algo que el ladrón pudiera soportar, este se bajó del monuca de un salto.

Frente a el, bajando la colina en la que se encontraba, se extendía todo el campo de batalla. Las tropas fauces salían de su fortaleza como un torrente de hormigas hacia un campo sembrado por explosiones de cañón y los gritos de hombres y mujeres asesinándose. Los tiranisios allí apostados en el pueblo intentaban, con esfuerzo, defender la posición para no ser masacrados en un suspiro. Frente a aquella improvisada fortaleza había soldados que luchaban contra la marea fauces, apoyados por arqueros desde atrás. En contraste entre el plateado de las aladas armaduras tiranisias y el general tono oscuro de los fauces hacía fácil el diferenciarlos desde donde miraba. También hacía evidente que esa no era una victoria que las armas fueran a alcanzar.

Se giró para ver que hacía el monuca, pero este solo le miraba sin parpadear, respirando profundamente.

-Supongo que no me vas a ayudar, ¿no?

La única respuesta del animal fue un gruñido mientras se levantaba y salía corriendo de nuevo, sin duda de vuelta con su amo. Caju se preguntó si, de haberlo intentado, hubiera podido matarlo y privar al fäe de un peligroso aliado. Desenvainó sus dagas y volvió a mirar la lucha. Si sus amigos estaban allí, no iba a encontrarlos sin más. Se dejó caer, resbalando por el terraplén mientras su cuerpo se calentaba. No le gustaba la idea, pero las llamas iban a ayudarle a sobrevivir en ese caótico infierno.

Cuando las primeras ascuas empezaron a hacerse visibles escuchó el silbido de flechas que volaban hacia él. Desvió las dos primeras moviendo como un loco sus dagas y esquivó una tercera al saltar. Cinco fauces se lanzaron a por él sin fijarse demasiado en las llamas azules que ya eran más visibles. El fragor de la batalla les cegaba. Caju se agachó para esquivar un hachazo un hundió una de sus dagas en la rodilla del primero, asegurándose de girarla para destrozar la articulación. Se levantó de golpe para usar la empuñadura de sus armas como un improvisado puño americano contra la mandíbula del segundo. Al tercero lo recibió con una lengua de fuego desde sus armas, que empezó a consumir el cuero de su armadura mientras gritaba. Los dos que quedaban le apuntaron con ballestas. El ladrón vio los dos virotes salir disparados casia a la vez. Si logró esquivarlos fue porque ya había empezado a rodar antes de que disparasen. No tuvieron tiempo de sacar sus espadas antes de que Caju les alcanzase. El primero de ellos recibió una puñalada en el muslo derecho. El segundo un tajo en el rostro que dejó su mandíbula colgando.

Caju no se giró a ver su trabajo. El fuego ardía con intensidad en él y frente a sus ojos tenía un mar de enemigos. Cortó, apuñaló, quemó y sangró mientras se abría paso entre los soldados. Ya jadeaba y no había recorrido ni treinta metros, el corazón de un campo de batalla no era lugar para un ladrón. Si no fuera por la curación de sus llamas ya habría caído a causa de las heridas. Atacaba a todo aquel que quería hacerle daño, estaba seguro que en algún encontronazo había luchado con un par de tiranisios por lo menos. Sus llamas azules y la reciente historia de estas le convertían en un objetivo allí. Liberó una pequeña explosión de poder, lo justo para que el calor del fuego obligase a la gente a apartarse y darle unos segundos de tranquilidad. Fue entonces cuando vio a lo lejos, subido a una roca y gritando órdenes, a Nowild.

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