Capítulo 7

427 25 0
                                    

William

Tal y como había dicho el mafioso, un Mustang negro esperaba frente a la puerta del apartamento de Oscar. Ambos lo observábamos por la ventana, sin atrevernos a hablar, hasta que decidí romper el hielo después de no haberle dirigido la palabra desde el empujón de la noche anterior.

— Supongo que tengo que irme —de alguna forma, logré que mi voz no mostrara emoción alguna, solo una profunda desgana y, si acaso, decepción.

— ¿Has avisado a tus padres? —Asentí brevemente. Les mandé un mensaje la noche anterior, avisándoles de que la cosa se iba alargar más de lo previsto y que ya les contaría un poco más cuando estuviera todo claro—. ¿Y el trabajo? ¿El boxeo? —Volví a asentir, dándole a entender que lo había dejado todo. Tenía siete llamadas perdidas de mi entrenador y un correo con la carta de renuncia de mi jefe—. Hermano, no tendrías que haber hecho esto por mí, tendrías que haber dejado que yo...

— ¿Dejar que te mataran? —Me giré hecho una furia antes de coger el macuto, colocado junto al sofá—. ¿Dejar que te volaran la cabeza delante de mí? ¿Qué se supone que iba a decirle a tu madre? ¿A tu padre? ¡Si es que no me hubieran matado a mí contigo, claro! —Negué con la cabeza, nervioso, caminando frenéticamente de un lado a otro para después acercarme a él y clavarle un dedo en el pecho—. No me llames hermano, porque un hermano no le arruina la vida al otro —mascullé, sintiendo la mandíbula temblar por la rabia—. La has cagado, tío. La has cagado muchísimo y ahora voy directo a la boca del lobo por tus mierdas. Aprende de una puta vez.

Oscar se dejó caer en el sofá, llevándose las manos a la cara para cubrírsela por completo. Murmuró algo que sonó a disculpa, pero no le hice caso. Tampoco me despedí, sino que cerré la puerta con un golpe seco, desinflándome como un globo cuando entré en el ascensor; alcé la vista al techo blanco, pensando en la ridícula excusa que se me había ocurrido para tranquilizar a mis padres: un contrato de tres meses como coach de un boxeador de élite, muchísimo dinero, buen horario y seguridad privada. Dios, solo esperaba que Oscar no tuviera que llamar a mis padres anunciándoles mi muerte.

Me monté en el coche en silencio después de que un hombre de piel oscura y gafas de sol metiera mis pertenencias en el maletero y mantuve la vista fija al otro lado del vidrio tintado durante todo el trayecto, sin querer pensar demasiado en dónde me había metido. Fingí indiferencia cuando cruzamos una puerta de garaje negra de unas dimensiones descomunales y dejó ver tras ella una finca enorme con una mansión clásica en el centro, con sus columnas griegas, sus relieves y de un color marfil que resaltaba con la luz del mediodía.

— ¿Y ahora? —pregunté al chófer cuando volví a cargarme el macuto al hombro.

No recibí respuesta, sino un gesto de cabeza que señalaba tras de mí, hacia la puerta de madera blanca que coronaba las escaleras de mármol. Armando estaba con los brazos extendidos a ambos lados del cuerpo, con un traje de color vino y un puro entre los dedos. Sonreía ampliamente, victorioso. Parecía estar acostumbrado a conseguir lo que quería.

— Bienvenido a la humilde morada de los Ribera —soltó con una risa tosca—. Acompáñame a mi despacho. No tengo mucho tiempo y hay varias cosas que tengo que discutir contigo. María, llévale el equipaje a su habitación —ordenó a una señora que esperaba pacientemente a su lado. Dudé cuando ella extendió las manos, reclamando la bolsa con una sonrisa que parecía sincera.

Y, cómo no, el despacho iba acorde al tamaño del resto de la mansión, repleto de estanterías de caoba y muebles de la misma madera. Una amplia mesa de reuniones ocupaba el centro de la sala, y tras una puerta, una habitación a modo de oficina algo más pequeña, con un escritorio y una silla de terciopelo rojo que más bien parecía un trono. Armando deslizó la silla del mismo color que la suya, pero un poco más pequeña, invitándome a ocuparla, y luego él se sentó frente a mí, colocando una pila de papeles que supuse que sería el contrato.

Golpe de muerte - William & ElenaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora