Capítulo 17

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Elena

Había tardado dos días enteros en convencer a William de que no pasaría nada por dormir en la habitación de al lado, y la clave había sido recordarle que mi padre llegaría el sábado y que, si se enteraba de que habíamos estado compartiendo dormitorio, el castigo no sería algo tan dulce y fácil como la muerte, sino la tortura —aunque estaba segura de que ya lo sabía, y estaba igual de segura de que lo obviaría—. Otro punto clave para convencerle, fue insistir en que Oscar había instalado ese equipo de videovigilancia tan novedoso —o eso decía él—, y que nadie en su sano juicio se atrevería a acercarse a la mansión sabiendo que Armando Ribera llegaría al día siguiente porque, desde luego, mi padre se había encargado de que toda la ciudad lo supiera.

No solo William y Oscar habían continuado investigando al inspector O'Connell, sino que yo también lo había hecho por mis propios medios al ver que ninguno de los dos me decía absolutamente nada, pero no había logrado encontrar algo que pudiera relacionarlo con la mafia de Marbella o alguna familia que se la tuviera jurada a la mía, como los Rodríguez-Castellar. Me dolía el estómago solo de pensar en ellos, a pesar de que, en teoría, hacía más de dos décadas que habíamos enterrado el hacha de guerra, o  eso decía mi padre. Crecí con el lema «ojo por ojo, y diente por diente», como forma de resolver los conflictos. Yo perdí una madre y ellos perdieron una hija, sonaba justo, ¿no? Si bien es cierto que yo no estaba orgullosa de ello, era consciente de que mi padre tuvo que hacerlo por el bien de nuestra familia.

Cerré el portátil y me tumbé en la cama, mirando hacia el techo, y comencé a darle vueltas a todo aquello en lo que no me había permitido pensar a lo largo de la semana. Nos habíamos centrado tanto en el caso de O'Connell y en saber más sobre él y las personas que estaban detrás de todo esto, que eso había sido lo único que había rondado mi mente cada noche antes de ir a dormir. Y, cómo no, era incapaz de apartar de mi cabeza la imagen de la lista de las familias más influyentes de la ciudad que William había escrito, porque parecíamos haber retrocedido en lugar de avanzado teniendo ahora más cartas sobre la mesa. Por suerte, podía descartar de lleno a los Sagasta, porque Verónica era mi mejor amiga y Roberto como un segundo padre para mí; mis confidentes, mi segunda familia, su hogar siempre fue el mío cuando lo necesité, así como el mío lo fue para Verónica cuando ella lo necesitó. Entre nuestras familias había un pacto de sangre no escrito, y eso tenía más valor que ningún papel firmado.

Por otro lado, nunca me había fiado de Claudia Caballero, y ahora menos, porque ella sabía perfectamente dónde y con quién estaba esa noche y la hora exacta en la que nos marchamos; los Caballero eran, sin duda, mi primera opción. También tenía claro que Daniel Pieldelobo, más que hacer honor a su apellido, era un corderito indefenso arrodillado a mis pies; su familia me adoraba y él me tenía en un pedestal. Mi ex novio incluso había matado por mí —aunque hubiera sido por un mal golpe que no pretendía matarlo, realmente—. Daniel y su familia conocían a mi padre, sabían de lo que Armando Ribera sería capaz si tenía la más mínima sospecha de que ellos habían atentado contra mi vida. Y los Pieldelobo podrían ser muchas cosas, pero no eran tontos.

Y, por último, y por ende los menos importantes, los Miramar. Tenían cierta influencia, sí, pero tampoco estaban tan metidos en el negocio de mi padre, sino que solían ir a su aire y centrarse en sus negocios oscuros —y asquerosos— y codearse con las familias importantes para aumentar su estatus social. Tampoco eran una amenaza real, porque no tenían ni el poder, ni el apoyo para atentar contra nosotros, por lo que mis dos únicos sospechosos seguían siendo los Caballero y los Rodríguez-Castellar. Se lo diría a mi padre tan pronto como llegara, para que pudiera investigarlos más en profundidad y llegar al fondo del asunto. Recuperaría mi vida costara lo que costara.

Quise, aunque solo fuera por un ratito, pensar en lo que pasó en la fiesta, porque no me había permitido pensar en ello teniendo al pelirrojo a un par de metros de mi cama, por miedo a hablar en voz alta en sueños y gemir su nombre. Me mordisqueé el labio inferior al pensar en cómo William me atrapó contra la pared, en la forma en la que sus manos sujetaron mis caderas y su cuerpo se pegó al mío con urgencia. No pude evitar suspirar al cerrar los ojos y llevar mi mente de vuelta a aquel momento. Lo había estado deseando toda la semana, aunque apartara la idea de mi mente para no caer en la tentación; y ahí, tumbada en la cama, apreté los muslos y me acaricié el bajo vientre con las yemas de los dedos, y sentí rabia el pensar en las palabras que el boxeador había soltado con una media sonrisa contra mi boca, tan seguro de lo que decía.

Golpe de muerte - William & ElenaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora