Capítulo 33

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Elena

Me hundía y salía a flote una y otra vez, enganchada a Derrick por una extensión del arnés, y manteniéndonos en la superficie gracias al chaleco salvavidas. Sabía que llegarían en algún momento, tenían que hacerlo. Habían avisado al helicóptero, estaban de camino, ahora solo faltaba que nos encontraran. Por supuesto, el walkie-talkie que nos había comunicado con el avión mientras caíamos con el paracaídas se había estropeado en cuanto tocamos el agua, así que también estábamos incomunicados. Aunque desde el avión ya veíamos la costa asturiana, sabía que estábamos lejos y que era imposible llegar a nado.

— Guarda las energías, Elena, no sé cuánto van a tardar.

— Vamos a morir aquí. Se acabó —se me rompió la voz al final, y sentí que las lágrimas se mezclaban con las olas. Estaba llorando delante de Derrick.

— No vamos a morir. Nos están buscando, llegarán en cualquier momento. —Luchando por mantenerse a flote, rebuscó en la mochila una especie de espejo que comenzó a usar para reflejar el sol—. Con esto nos encontrarán.

Me mordí la lengua para no replicar, y comencé a contar los segundos que pasaban para intentar mantener los pensamientos lejos de todo aquello que imaginaba bajo mis pies, oculto en la negrura del mar. Imaginaba todo tipo de criaturas que emergían de las profundidades y me llevaban consigo, pero luego le miraba a él, al hombre que luchaba por reflejar la luz del sol, que a la vez me miraba a cada momento para comprobar mi estado, y que tiraba de la cuerda para que no me alejara demasiado de él con el oleaje. Confiaba en Derrick, y sabía que me salvaría una vez más.

Perdí la cuenta cuando el sol comenzó a afectarme demasiado. Me dolía la cabeza, sentía la boca seca y pastosa y me dolía al tragar. Él también estaba cansado, y ya no reflejaba la luz del sol en el espejito tanto como antes; ahora se dedicaba a sujetar mi arnés, más cerca, porque las olas habían comenzado a ser algo salvajes, hundiéndonos de vez en cuando, impidiéndonos agudizar el oído por si escuchábamos algún helicóptero, o ver con claridad el cielo, por si lo distinguíamos entre las nubes que, además, amenazaban con tormenta. Lo daba todo por perdido hasta que vi una mancha negra a lo lejos, y pronto nos llegó el sonido del motor. Comencé a chillar y a agitar los brazos, y él, con una pequeña sonrisa de alivio en los labios, usó su espejito para enviar las señales con los rayos de sol que se colaban entre las nubes. Apenas tardaron unos minutos en encontrarse sobre nuestras cabezas, bajando en altura, y un hombre comenzó a descender con una cuerda y un arnés; tan pronto como tocó el agua nadó a brazadas hasta mí, soltó mi arnés del de Derrick, y me enganchó al suyo, tirando levemente de la cuerda para que nos subieran.

Ya arriba, comenzaron a inspeccionarme de inmediato, a cubrirme con mantas térmicas, y obligarme a beber suero. Estando ahí abajo no me había dado cuenta de que estaba helada, tiritando, y que estaba muy, muy cansada. Ahora, casi se me cerraban los ojos, aunque el paramédico no me dejaba dormir. Me quedé tranquila cuando otro de ellos comenzó a atender a Derrick, que me miraba con orgullo, como queriendo decir «te lo dije, saldríamos de esta». Qué tonta fui por no creerle por un momento, porque por supuesto que él jamás permitiría que muriera de ninguna forma, y menos de una tan absurda, hundida en el mar.

Volamos de vuelta a casa, si es que podía llamar así a aquel lugar, y tras aterrizar en la zona privada del aeropuerto, un coche nos recogió a ambos y nos llevó hasta la casa de los Sagasta. Parecía que hacía una eternidad desde la última vez que había estado ahí, desde que me secuestraron, desde que creí haber perdido a mi mejor amiga. Y ahora volvería a verla. Sentía un nudo en el estómago, los nervios creciendo dentro de mí, porque no sabía si me odiaría por haber fingido estar desaparecida, o lo comprendería y se alegraría de verme.

Golpe de muerte - William & ElenaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora