Capítulo 12

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Elena

Los días se me habían pasado volando dentro de la mansión. Mi padre se había asegurado de dejar bien claro que nadie podía entrar o salir en su ausencia. William y yo habíamos pasado el tiempo entrenando o jugando con Ferno en el jardín, sobre todo porque yo necesitaba pasar menos tiempo encerrada en mi dormitorio para dejar de pensar en quiénes y por qué iban a por mí. Tenía claro que vivir bajo amenazas, quisiera o no, formaría parte de mi vida para siempre, pero ojalá no fuera así. Por eso había decidido dejar investigar al equipo de seguridad y no darle más vueltas al tema, porque realmente no había nada que yo pudiera hacer. Tampoco había hablado mucho de lo sucedido con mi mejor amiga, porque no quería preocuparla de forma innecesaria, aunque me seguía escribiendo todos los días preguntándome cómo estaba y cuándo me dejarían salir.

— ¡Pásame la pelota! —gritó William, haciendo que parpadeara repetidas veces para volver al presente. Cogí la pelota que rodó hasta mis pies y se la volví a lanzar.

Mi perro corría y retozaba por el césped con tanta felicidad que consiguió sacarme una sonrisa. Me fastidiaba que se llevara tan bien con el boxeador, porque a veces prefería pasar más tiempo con él que conmigo, pero supuse que también era algo bueno que tuvieran esa complicidad.

— Si no le lanzas las pelotas, ¿cómo pretendes que te quiera? —Se sentó a mi lado, sobre la hierba, acariciando el pelo azabache de Ferno.

— Me quiere por como soy, no porque le tire pelotas. —Le miré de soslayo—. No como a ti.

— No creo que él esté muy de acuerdo con eso. —Chistó la lengua, lanzándole de nuevo la pelota de tenis—. ¿Tienes ganas de entrenar?

— ¿Acaso tienes algo mejor que hacer? —Enarqué una ceja cuando él me miró.

— Podría pasarme el día aquí sentado al sol, disfrutando del silencio... y de Ferno, claro. —Recibió al animal de nuevo entre sus brazos, dejándole la pelota para que se tumbara junto a nosotros y se distrajera mordisqueándola.

— Pues a mí me apetece darte una paliza.

Quizás lo dije con un tono demasiado serio, pero él sonrió de lado y asintió, levantándose y haciéndome un breve gesto con la cabeza para que lo siguiera hacia el gimnasio. Me arrodillé para darle un abrazo a mi perro y un beso en la cabeza, pero estaba tan distraído con su juguete que apenas me dedicó un lametón fugaz; rodé los ojos como respuesta, pero consiguió sacarme una sonrisa, porque por mucho que pasara de mí, seguía siendo adorable. A veces olvidaba que, por muy inteligente que fuera, apenas tenía poco más de un año y seguía teniendo sus momentos de cachorro.


William estaba en el centro del cuadrilátero con los puños en alto, con su camiseta de tirantas negra que dejaba al descubierto todos los tatuajes de sus brazos, y ese pantalón de deporte gris al que tanto le había cogido el gusto. Porque tenía que admitir que le sentaba demasiado bien. Habíamos estado practicando los derribos, pero estaba bastante descompensado teniendo en cuenta la diferencia de altura y peso; aun así, sabía que, en caso de tener que usar una técnica así, mi oponente no sería otra mujer de sesenta kilos, sino un tío de, más o menos, un físico como el de mi guardaespaldas. Volví a la carga después de tomarme un respiro. Un bloqueo, otro, uno más, y obviamente él dejó que yo intentara derribarle, abrazándome a su cintura y empujándolo con todas mis fuerzas, soltando un gruñido.

— Venga, si coges cincuenta kilos más y creces unos treinta centímetros, quizás consigas que me tambalee. —Me sonrió de lado cuando me barrió las piernas con una suya y me hizo caer de culo al suelo.

Me ofreció la mano para ayudarme a ponerme en pie y la rechacé con un movimiento leve de cabeza. Cuando él se encogió de hombros y se giró negando con lentamente, resignado porque siempre rechazaba su ayuda, me abalancé sobre sus piernas, tirando de ambas a la vez para conseguir que cayera al suelo con un ruido estruendoso. No me preocupaba hacerle daño porque, al fin y al cabo, debía estar más que acostumbrado a darse este tipo de golpes. Trepé encima de él, sentándome a horcajadas sobre su abdomen tenso, con una rodilla a cada lado de su cuerpo. Le miré con una amplia sonrisa victoriosa y llena de orgullo, porque, por primera vez, lo había sometido a mi antojo.

Golpe de muerte - William & ElenaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora