Capítulo 2

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Marbella, España, 2023.

William

Eran pasadas las cinco de la tarde cuando llegué al aeropuerto. Tenía suerte de hablar el castellano a la perfección, ya que, de lo contrario, estaría muy jodido en una ciudad como esta. Caminaba sin prisa, sin extrañarme, al salir del aeropuerto, de recibir alguna mirada curiosa. Supuse que no era muy normal ver a un irlandés de una altura considerable caminando por Marbella, aunque teniendo en cuenta que la ciudad siempre había sido un enclave turístico, no entendía por qué siempre se sorprendían al verme. Si vistiera un traje, quizás podría parecer incluso imponente, o eso decía mi madre. Por lo contrario, llevaba unos pantalones grises de deporte bastante holgados y una camiseta básica de color negro.

Oscar casi se arrodilló ante mí para besarme los pies, pero estaba tan asqueado del avión y del repentino bullicio de la ciudad, que ni siquiera le permití un abrazo, sino que estampé contra su pecho el papel que acababa de sacar del bolsillo, haciéndole retroceder. Esperé una respuesta, cruzado de brazos y mirándole desde mi altura. Le sacaba, al menos, media cabeza.

— ¿Qué pasa, tío? ¿Qué...? —Miró con una sonrisa ingenua el papel, intercalando sus ojos entre los míos y la factura.

— La factura del billete de avión. Y del taxi —añadí con seriedad, enarcando levemente una ceja.

— Tío —rio, nervioso—. Vale, esto... Vamos a solucionar primero lo de los veinte, ¿sí? —Me dio una palmadita en el brazo, guardándose la factura en el bolsillo de la chaqueta y dejando a un lado del asunto. En su rostro dibujó una sonrisa bastante tensa—. ¿Qué tal el vuelo? ¿Cansado?

— ¿Contra quién y cuándo? —pregunté sin mirarle a la cara, pasando por su lado para poner rumbo al parking.

— Contra el Matarreyes, mañana por la noche. —Sentí su voz bastante cautelosa, ralentizando el paso para alejarse un poco de mí.

— Bien —me limité a decir, metiéndome la mano libre en el bolsillo mientras la otra cargaba el macuto.

— Es irónico que le llamen así, ¿eh? —Su intento de broma me hizo rodar los ojos, pero él no me vio. Volví a asentir, y apretó el paso para ponerse a mi lado—. ¿Cómo está Connor?

— Bien. —No era momento para contarle más. Demasiados problemas tenía ya con los suyos—. Está bien, se ha graduado en Historia y este año comenzará las prácticas en un colegio.

— Vaya tío, todo le va sobre ruedas. —Le miré de soslayo por esa absurda broma, pero consiguió sacarme media sonrisa. Si Connor estuviera aquí, le pisaría un pie con las ruedas—. ¿Y tu padre?

— Enfermo. Empeorando. —Se me borró la sonrisa al pensar en eso. Me planté frente al nuevo Audi de Oscar, de un brillante color blanco, esperando a que abriera el maletero. Me había mandado fotos unos meses antes, cuando lo compró. Preferí cambiar de tema y alejar la conversación de la situación de mi familia—. Podrías haberles dado este coche en lugar de hacerme venir hasta aquí.

— ¿Y deshacerme de mi hijo? Eso se consideraría abandono. —Cogió el macuto, metiéndolo en el coche, y le dio un golpecito con la palma de la mano al techo antes de subirse—. No le escuches, pequeño, tu tío no sabe lo que dice.

Negué con la cabeza, casi sonriendo. No tenía demasiadas ganas de hablar; de hecho, todo el mundo decía de mí que era un hombre de pocas palabras, y que siempre lo había sido, desde que era pequeño. Pero el día en que mi personalidad se había vuelto tan reservada tenía fecha en el calendario, porque ese momento lo había cambiado todo para mí. Incluso a mí mismo. Un trauma, supongo. Aunque mi mejor amigo solía sacar lo mejor de mí, conseguía que me relajara un poco, incluso aunque fuera un momento tenso como este. Confiaba en él, sabía que podía contarle cualquier cosa, incluido lo de Aileen. Aunque prefería no hablar demasiado; al fin y al cabo, mis problemas eran míos y de nadie más. Oscar intentó cambiar de tema, hablando de trivialidades como los pequeños trabajos de ciberseguridad que estaba realizando, o enseñándome fotos de las últimas mujeres con las que se había acostado. Podía ver en sus ojos castaños que su única intención era retrasar el hablar del motivo por el que ambos estábamos rumbo a Marbella.

— ¿Vas a explicarme cómo has acabado enredado en todo esto? —pregunté mientras subíamos juntos en el ascensor para dejar las cosas en el apartamento.

— Dos malas decisiones y me vi sin nada. —Negó con la cabeza, agachando la mirada—. Las estadísticas no aciertan siempre, ya sabes. Perdí todo lo que tenía y pensé que podría recuperarlos.

— ¿Y cómo se te ocurre apostar veinte de los grandes sin tener ni un céntimo? —Le cedí el paso cuando las puertas del ascensor se abrieron. Ya conocía el edificio y el apartamento, no era la primera vez que visitaba a Oscar, pero no quería tomarme demasiadas libertades.

— Estadística —repitió a desgana, con cierto sarcasmo, sacando las llaves y empujando la puerta para, esta vez, ser él quien cedía el paso—. No lo sé, Will, aquel tío llevaba una racha de locos, todos estaban apostando por él. Llegó este tío nuevo, el ruso, el Matarreyes y... Joder, no lo sé, nadie daba un duro por él. —Se pasó las manos por la melena castaña, rascándose la coronilla—. ¿Una cerveza? —La rechacé amablemente con un leve movimiento de cabeza. Se abrió la suya, sentándose en el taburete, y le dio un trago largo antes de seguir hablando—. Es bueno. Muy bueno. —Levanté la mirada, encontrándome con sus ojos. Sonaba a desafío. Y me gustaban los desafíos.

— Cuéntame más. —No fue una petición, sino una exigencia. Necesitaba saber más de ese tío.

Oscar me enseñó vídeos, fotos, artículos y toda la información que pudo obtener de él a través de sus contactos. Después de quince años de amistad, no se molestaba por mis silencios; él no paraba de hablar, por lo que la balanza estaba equilibrada. Rara vez veía a mi amigo estudiar a un oponente, porque siempre confiaba al cien por cien en mis capacidades, pero podía ver en su cara que esta vez era algo más serio. Aún no había respondido a la pregunta que le hice la noche anterior, cuando me llamó por teléfono.

— Dime si tu vida está en riesgo —exigí con calma.

— Sí —confesó por fin—. El viernes a esta hora estaré a tres metros bajo el suelo en cualquier descampado de la ciudad si no le devuelvo el dinero a ese tío.

— ¿Puedo saber quién es ese tío? —Giré la cabeza y me eché hacia atrás en el sofá, devolviéndole el móvil a Oscar. Ya había obtenido suficiente información sobre el supuesto Matarreyes.

— El nombre no tiene importancia —negó, soltando el móvil sobre la mesa y terminándose el tercer botellín de cerveza. No me fue necesario insistir para que acabara escupiendo el nombre del hombre que le tenía en el punto de mira—. Roberto Sagasta.

— Me apuesto los veinte mil euros que no tienes, a que es un capo de la droga —solté con una risa amarga, provocando que mi amigo soltara un resoplido y se cubriera la cara con las manos. Veía la desesperación en su rostro.

— Yo qué sé, hermano. Me imagino que lo será. —Se encogió de hombros lentamente y luego se desinfló como un globo—. No me meto en esas cosas. Solo le hice una vez un favor y... Yo qué sé —repitió—, solo quiero estar en paz y volver a lo mío.

Quise preguntarle qué era exactamente "lo suyo", pero opté por el silencio junto a una mirada de reprobación que Oscar entendió rápidamente. La incomodidad que mi mirada, cargada de acusación y decepción, provocó en él, hizo que se levantara del sofá, ofreciéndose a hacer la cena mientras me invitaba a darme una ducha y ponerme cómodo. Acepté la oferta con ganas. Necesitaba una ducha bien caliente, a pesar de que seguía haciendo calor a mediados de octubre. Siempre me había parecido que esa ciudad vivía en un eterno verano.

El agua marcaba treinta y ocho grados en el termostato mientras caía sobre mis hombros, destensándolos lentamente. El agua ardiendo dolía de cierta manera, pero el placer de sentir los músculos relajándose era mayor. Estiré el cuello a un lado y a otro, buscando el punto en el que sintiera cómo desaparecía la tensión que el estrés del viaje y de la situación en general habían causado. Porque, aunque no lo admitiera en voz alta, estaba jodidamente preocupado por mi amigo. Porque, cuando saldara la deuda, ¿qué? Seguiría necesitaría dinero para pagar el alquiler, la comida, la gasolina... y de nuevo recurriría a las "estadísticas". No era cuestión de estadísticas, él lo sabía de sobra, pero Oscar prefería agarrarse a lo único que conocía. Y esa acabaría siendo su ruina.

Sabía lo tentador que podía llegar a ser el dinero, el mundo de las apuestas, de la noche, en general. Pero yo no caería en eso. No de nuevo.

No sin un buen motivo.


Golpe de muerte - William & ElenaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora