capítulo 7.

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De todas las personas que existen en el mundo, no sé cómo Taylor Martin en particular me ha convencido de esto. Pero, si te digo la verdad, no sentí que tuviera otra opción. Sobre todo ahora que tengo a LeBlanc inspeccionándome con lupa para comprobar mi "espíritu de equipo". Tengo que hacerle creer que soy quien él espera que sea.

Así que aquí estoy, en el hospital, con el resto del equipo. Bueno, ellas y Taylor Martin, que es la que ha organizado la visita porque es amable por naturaleza. Algo me dice que no puede esperar a hacerse unas cuantas fotos y colgarlas en redes. Por desgracia para ella, creo que la persona a la que venimos a ver no permitirá que le toque ni las puntas del pelo.

Y es que estamos aquí por Sasha Mendoza. Sí, la misma Sasha que se lesionó la rodilla hace menos de dos semanas. No he estado esperando con ansias esta interacción. No me malinterpretes, no tengo ningún problema con ella. Me da que más bien será al revés, pues he ocupado su puesto en el equipo. Temporalmente.

Mientras estoy sentada en el sillón de su habitación, con un oso de peluche enorme para ella (idea de Taylor, no mía), algo me dice que estoy en lo cierto. Porque a pesar de que LeBlanc y las chicas no dejan de hablarle, darle ánimos y recordarle cuánto la echan de menos, Sasha tiene sus ojos clavados sobre mí. Y cuando digo clavados me refiero a cuchillos. Me observa inmóvil desde su cama, vestida con la bata del hospital, su pierna escayolada suspendida en el aire.

Siempre ha presumido de buen aspecto, desde el instituto: su piel marrón claro nunca ha visto un grano, y tiene una larguísima melena rizada que cuida con su vida. Sin embargo, ahora su pelo está en un moño descuidado y tiene ojeras bajo los ojos, como si hubiera visto demasiado.

Carraspeo y me levanto, con el peluche entre mis brazos. Una vez estoy delante de ella, sonrío.

—Esto es para ti, de parte de todas.

No parece tener la menor intención de coger el peluche. Con incomodidad, lo dejo a los pies de su cama. Trago saliva antes de hablar otra vez.

—Quiero que sepas que espero que te recuperes lo antes posible, todas lo esperamos, y que puedas volver al equipo pronto.

Su madre, que está de pie junto a ella, le da un leve codazo.

—Gracias —masculla entonces Sasha.

Aprieto mis labios en una sonrisa. Definitivamente, no me siento a salvo. Tengo la sensación de que, si pudiera, ahora mismo se levantaría de la cama y me estrangularía.

Para mi suerte, LeBlanc parece tener la intención de acabar ya con la visita.

—Mendoza, cuídate mucho y haz caso a tus doctores —le dice señalándola, y la mirada de Sasha se suaviza—. Sé que estarás de vuelta en el potro en un abrir y cerrar de ojos.


Creo que si he tenido alguna idea peor que ir al hospital, esa ha sido volver al hospital por segunda vez. Ya es sábado cuando me paseo por los pasillos del Jefferson University con el pelo suelto y una cazadora. Estoy comprándome algo en la máquina expendedora para hacer tiempo cuando veo a Sasha girar por una esquina, apareciendo en el pasillo con su silla de ruedas. Sonrío ampliamente y la saludo.

—¡Sasha! ¿Qué hay?

Al verme, abre los ojos como platos y se da la vuelta, impulsándose con fuerza para huir. Frunzo el ceño y corro hasta ella, sujetando su silla para que no se escape. Empiezo a deslizarla por el pasillo, el sol de mediodía colándose por las ventanas.

—Suéltame o llamaré a seguridad —me amenaza—. Me pondré a gritar.

—¡No, no, no, no, no! —pido yo, casi desesperada—No grites, por favor. Seré breve.

Suelto su silla y Sasha se gira hacia mí, tan desconcertada como expectante. Hoy le dan el alta y, por ende, va más acicalada que la última vez que la vi. Lleva una americana caqui sobre una blusa y unos tejanos rotos. También se ha maquillado, devolviendo el color a su cara. Además, lleva las uñas hechas, de esas de gel.

—Sólo quería decirte que no pretendo ocupar tu puesto.

Ladeando la cabeza, rebate:

—Literalmente, es justo lo que has hecho.

—Está bien —concedo—. Me refiero a que he visto una oportunidad y la he tomado. Necesitaba algo como esto ahora mismo, espero que me entiendas.

A pesar de que ahora mismo la supero en altura, la forma en que me observa con los ojos entrecerrados consigue intimidarme.

—¿Esta conversación va a algún lado? Mi madre me está esperando.

Suspiro y junto las manos.

—Necesito que me ayudes.

Sasha sonríe, como si no diera crédito.

—No puedo empezar en el equipo en este estado —continúo—. No soy la misma persona que antes de la lesión, y siento que tú eres la única que podría entenderme. Mi vida lleva mucho tiempo cayendo en picado por alguna razón, y lo mismo ocurre con mis aptitudes como gimnasta. Tiene que haber habido un desencadenante. Un momento en el que todo se fue al garete.

—O, no —conviene Sasha, con cara de que le importa un pimiento—. Los accidentes ocurren, Masipag. Incluso a nosotras las gimnastas. Mírame a mí.

Señala su rodilla con énfasis, pero yo niego con la cabeza.

—No, esto se remonta más atrás del accidente. Venía de antes.

—O tal vez tuviste tu apogeo en el instituto y ya está. A nadie le gusta oírlo, pero son cosas que pasan.

—A mí no —insisto. Ella rueda los ojos, lo cual me descoloca—. ¿Qué?

Me mira escupiendo fuego por los ojos.

—Te crees que eres especial, ¿no? Que tienes algo que te hace sobresalir por encima de los demás, como si fueras diferente. Pues adivina qué: no eres diferente. Todos queremos pensar que somos únicos, los protas de la dichosa película. Pero sólo somos la misma mancha insignificante y sin forma en el enorme universo.

—Sé cómo te sientes —la interrumpo.

Ella me mira con desprecio.

—Que te den.

—Lo digo en serio.

—Y yo también —me asegura, y entonces ríe para sí misma—. Dios. Después de todos estos años, sigues queriendo creer que eres una buena persona. Que todos tenemos que poner nuestras vidas en pausa por ti. Noticias frescas: me temo que no eres quién crees ser.

—Pues entonces ayúdame.

—¿A qué?

—A entender quién coño soy, o en qué momento se fue todo a la mierda. No dejo de dudar de mí misma, no lo soporto. No creo que pueda volver a las barras con este sentimiento encima.

Se le escapa una risa, y niega con la cabeza antes de mirarme.

—Y qué pretendes, ¿que sea tu gurú inválida? ¿Qué gano yo? Porque si crees que vas a manipularme a cambio de nada, entonces está claro que naciste ayer.

—Te ayudaré con tu rehabilitación —propongo—. Sí, con todo el proceso.

—¿Y pasar tiempo extra contigo? No, gracias.

—Sasha. Puede que no lo digas, pero estás asustada. Yo también lo estuve. Necesitas a alguien a tu lado para lidiar con todo esto.

Me mira durante un breve segundo, pero recupera su aspecto impasible.

—Te equivocas. Sin embargo, a ti sí te iría bien buscarte un psicólogo. Y por el bien de Filadelfia, invierte en uno bueno.

Sin perder más tiempo, se aleja por el pasillo, empujando la silla de ruedas. Yo echo la cabeza hacia atrás, exasperada. Sé que no soy una mala persona. Tan solo pretendo encontrar mi sitio. Tú me crees, ¿no?

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