capítulo 2.

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Antes le robaba el coche a menudo a Jennifer, para hacer lo que fuera que nos apeteciese al resto de mi grupo de amigas del gimnasio (las que también entrenaban con Coleman) y a mí. A ver, no éramos amigas del alma. Pero entendíamos los sacrificios por los que teníamos que pasar, y sabíamos cuando pasarlo bien. Nos forzábamos a ser mejores. Todas traían a sus amigos, o amigos de sus amigos que conocieran por el instituto o lo que fuese, y terminabas conociendo a todo el mundo. Así fue cómo conocí a...

Bueno, a quién le importa. Desde luego a mí no.

El caso es que mi vida a los diecisiete era mucho más emocionante que la de ahora, o al menos yo creía que era emocionante. Cuando eres gimnasta, hay cosas de las que te tienes que despedir, como comer un montón de comida basura cuando te apetezca. Sin embargo, ahora ya no tengo futuro, así que puedo hacer lo que me dé la gana.

Por eso, mientras deslizo el carro de la compra, dejo el brazo extendido para ir tirando toda clase de chocolates y causantes de diabetes dentro de este. Mi padre, Kai, me mira con los ojos desorbitados.

—¿De verdad te vas a comer todo eso?

Me limito a fulminarlo con la mirada. Se aclara la garganta.

—Sí, tienes razón —alza un pulgar—, es una grandísima idea.

Asiento un par de veces, satisfecha.

Cuando llegamos a la cola y veo quién se encuentra en la de al lado, pienso que tiene que ser una broma. Me ajusto bien la gorra y pongo mi mano sobre el lateral de mi cara, en plan cortina. No me sirve de gran cosa.

—¡Nova!

Maldigo por lo bajo en cuanto oigo esa voz histérica y emocionada. Conozco la melena rubia que la acompaña. Mi padre no entiende qué está ocurriendo. Normal.

Giro la cabeza hacia ella, soltando una risa falsa.

—¡Taylor! —exclamo entonces—¡Qué pasa tíaaa!

—Bueno, no mucho. Ya sabes, entrenando para el campeonato nacional —comenta de pasada, y luego pone cara de arrepentimiento—. ¡Oh, no! ¡Perdona! No quería restregártelo.

—No pasa nada.

—Sufrí tanto cuando me enteré de lo de tu lesión... —prosigue, sus ojos marrones llenos de lástima—. No dejaban de poner tu caída en la televisión nacional. En plan, constantemente. Todos esos años tirados por la borda... Yo no sé qué haría si me pasara.

O sea, ¿quién dice eso?

—Ya, bueno. Ya no estoy lesionada, así que... —asiento con una sonrisa amable por fuera y asesina por dentro—Felicidades por lo de los Nacionales y todo eso.

—¡Gracias! Uy, ahora llevas el pelo más corto, ¿no? Antes lo tenías como por la cintura.

—Sí, supongo.

—Te queda bien de ambas formas —añade rápidamente, esforzándose en que suene lo menos creíble posible.

Me las apaño para mascullar un "gracias". Nos quedamos mirando durante el suficiente tiempo como para que me pregunte qué pasaría si la golpease con el carro de la compra y terminara aplastada contra la pared. Mi fantasía es interrumpida cuando exclama:

—¡ODM! Significa "oh Dios mío" —aclara, y yo asiento con los labios fruncidos—¿Te has enterado de lo de Sasha?

Frunzo el ceño, confusa.

—¿Sasha Mendoza?

—Mhm. La pobre cayó mal la pasada semana durante una actuación local y ahora se ha lesionado de la rodilla. Pero ya sabes cómo es Coleman: no tardará en buscar a alguien para reemplazarla. Yo ya no entreno en ese gimnasio, por cierto, me fui a otro mejor.

Rebobino mentalmente.

—Espera. ¿Qué es lo que has dicho?

—¿Que ahora entreno en un gimnasio mejor?

—No, no, no, antes de eso. ¿Has dicho que Coleman busca un reemplazo?

Se enrolla las puntas del pelo, encogiéndose de hombros.

—Seguro.

—Eso es genial —murmuro para mí misma, y luego me pongo una mano en el pecho—. Quiero decir... Guau, no me puedo creer que le haya pasado eso a Sasha. Es terrible.

—Totalmente. Bueno, te tengo que dejar —se despide. Acto seguido, me pone una mano sobre el hombro y me observa con compasión—. Ánimo, Nova. Tú puedes. Y recuerda: eres muy fuerte.

Y entonces se aleja hacia la salida, pues el que supongo es su novio ya ha terminado de pagar todo.

—¡Ya no estoy lesionada! —repito amigablemente.

—Ese es el espíritu —responde Taylor, enternecida.

Entonces me doy unos golpecitos en la mano con el móvil, una sonrisa abriéndose paso en mi rostro. Mi padre sacude la cabeza, desconcertado.

—¿Se puede saber qué ha sido eso?

Sacándome la gorra, anuncio:

—Mi resurrección.

Y pienso: esto hay que celebrarlo, aunque sea por mi cuenta.

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