Respiro pesadamente, mirando por la ventana. Estoy sentada en el borde del sillón, con las piernas cruzadas, en la consulta de Coleman. Sí, parece ser que todo ese rollo sobre ser psicóloga deportiva era cierto. Sé que debería alegrarme por esta nueva etapa de su vida, pero, para qué mentir. Sigo guardándole cierto rencor, por no ser la entrenadora que esperaba me recibiera de brazos abiertos al volver a la ciudad.
—Al final has llamado —me dice desde su sillón, las manos cruzadas sobre su portapapeles. Ese sitio en el que escribirá todo tipo de datos inmundos sobre mí. No puedo esperar.
—Siempre lo hacen —canturreo en tono bromista, pero ella tan solo ladea la cabeza. Suspiro, estirando las mangas de mi jersey. Carraspeo y me levanto de sopetón—. ¿Sabes qué? Esto ha sido un error. Gracias por tu atención, pero mejor le digo a tu secretaria que...
—Masipag.
—¿Qué?
—Sienta tu culo en la silla —me ordena, y pongo los ojos en blanco (mentalmente, por supuesto) antes de obedecer—. ¿Por qué estás aquí?
Resoplo, de brazos cruzados. Sólo puedo mirar a un punto fijo. Es lo único que sé hacer cuando tengo demasiado miedo como para hablar. Se supone que es un truco para la gimnasia pero, cómo no, lo acabé trasladando a mi vida personal.
Delaney se reclina en su asiento antes de volver a hablar.
—Puede que sea echarle mucha imaginación, pero ¿es posible que se trate sobre algo que ocurrió durante el tiempo que estuviste fuera, cuando estabas en D.C.?
—¡Por Dios! ¿Por qué estás tan obsesionada con esa ciudad? ¿Quieres un souvenir o algo?
Ella alza una ceja.
—¿Disculpa?
—Perdón —añado de inmediato—. Me cuesta desactivar el sarcasmo.
Me echa una mirada que me hace pensar que le estoy haciendo perder el tiempo. Que soy una niñata que se abre menos que las piernas de una monja y la única razón por la que debería soportarme son los preciados billetes en mi bolsillo. Tras las cosas que le dije cuando fui a su casa, no podría culparla. No soy una muy buena persona que se diga. Lo mínimo que puedo hacer es facilitarle su trabajo.
—La primera vez que pasó llevaba unos cuatro meses en Washington —suelto, llamando su atención—. Al principio eran todo fiestas, prensas, y algún que otro lío de una noche. Todos los gastos pagados, un equipo de élite. Mi entrenadora me dijo que tenía todos los números de estar entre las cincuenta nuevas gimnastas del año. Todo eso ¿y encima no tenía que soportar a mi madre cada día? No había pegas —le aseguro, y ríe un poco—. O así me lo pintaron. Los entrenamientos eran mucho más largos que los de Philly, más duros. Las ruedas de prensa diseccionaban mi vida, y algún que otro periódico me ponía a la altura de Simone Biles.
—¿Cómo te hizo sentir eso? —pregunta Delaney, con tranquilidad.
—Como una... impostora —admito. Juego con mis dedos, intentando ignorar que va anotando cosas en la hoja—. Es decir, ¿Simone Biles? Venga ya. Empezaba a sentir que se me echaba el mundo encima. Un día la cagué mucho. Me fui a dormir tarde y me levanté tarde y llegué tarde al entrenamiento también. Obviamente, recibí una bronca impresionante delante de todo el mundo. Y en ese momento, no sé. Supongo que necesitaba concentrar todo lo malo. Así que me clavé las uñas en las palmas de las manos, muy fuerte, hasta que salió sangre. Y luego otro día volví a hacerlo, y luego otra vez. A veces, me daba duchas con agua tan caliente que salía con todo el cuerpo rojo. Supongo que ese daño era más soportable, o no sé... —Ella asiente, para hacerme saber que lo estoy haciendo bien—. Tal vez pensé que si lo hacía yo, al menos podría decidir cuándo sucedería. Cómo y cuánto dolería. La mayoría del tiempo, ni siquiera me daba cuenta de que lo estaba haciendo. Y cuando no me agobiaba por la presión, me ponía a pensar en Philly.
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Infame
Teen FictionNOVA MASIPAG no es una buena persona. Sin embargo, sí es una de las gimnastas con más promesa de los Estados Unidos. Con su talento y ambición, iba en camino de las Olimpiadas. Pero cuando sufre un accidente en televisión nacional, Nova se ve obliga...