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Washington había pedido su presencia urgente. El general Kościuszko acaban de embarcar rumbo a Europa. Frances no entendía por qué tenía que llevar un vestido tan apretado. —Papá, me molesta en la tripa cuando estoy sentada— dijo Frances desesperada por tanto rato en carruaje. —Podríamos haber ido cabalgando nosotros, ¿no?

—No, porque no puedes presentarte delante de Washington con botas y ropa de montar. Las señoritas deben montar a caballo de lado y con la falda bien puesta.

—Qué aburrido— se quejó mirando por la ventana. —¿Tú crees que si cojo una pistola desde aquí acertaré a darle a la rama de aquel árbol?

—No lo dudo, pero no lo intentes.

Tras media hora llegaron. Iban a hospedarse en casa de Alexander. Se encontrarían allí con Washington porque tenían confianza. —¡John!— Dijo Alexander contento de volver a verle. —Estás un poco...

—¿Demacrado? Lo sé— tanto tiempo en el campamento le hacía tener un aspecto peor del que le gustaría. —Tú te ves bien— tener dinero le sentaba bien a Alexander.

—Te presento a mis hijos— dijo Alexander emocionado. Hacía bastante que no se veían, pero se escribían con frecuencia. Tenía cinco hijos. —Philip, Angélica, Alex, James y John— los niños eran muy bien portados, le saludaron, los que tenían edad para entender de protocolo, y después los dejaron hablar a solas.

Frances quería ir con su padre a reunirse con Washington, pero no le dejaron. Se tuvo que quedar con Elizabeth. A John le sentó mal aquella decisión, pero no pudo hacer nada. —Presidente— dijo John saludándole antes de sentarse.

—Laurens, tenemos que hablar de muchos proyectos. Sé que hace tiempo que no estás por aquí y que no te gusta la vida de despacho, pero tenemos una oferta que no vas a rechazar.

—En lo absoluto— aseguró Alexander y Washington le dejó explicar el plan. —John Adams se está encargando de la construcción de la Casa Blanca para todos nosotros y tú vas a estar incluido.

—¿Yo? ¿Por qué?— Preguntó. Entendía que sus amigos estuviesen, pero el no se había labrado un camino en la política estadounidense.

—Porque así lo hemos decidido. Necesitamos seguridad, somos personas muy atentables y quien mejor que tú para que los pongas en su sitio— afirmó Alexander. Perfecto, le acababan de llamar bruto. —Tendrás un trabajo estable, hogar y también tu hija, sales ganando.

—¿Y cuál es la parte mala de todo esto?— Preguntó. La vida no podía ser tan fácil.

—Que es un trabajo algo exigente— dijo Washington. —Comprenderás que yo quiero retirarme poco a poco y necesito que alguien se haga cargo de unos asuntos. Ahí entras tú. ¿Qué opinas si te delego como Comandante General del Ejército?

—¿Yo?

—Estás capacitado. Has trabajado a mi lado y sabes cómo hacer las cosas.

—Creo que hay muchos otros hombres— respondió John. —Es un honor, por supuesto.

—Están metidos en política. Tú eres buen diplomático. ¿A quien pongo? ¿A mí secretario?— Dijo viendo a Alexander. —Imposible, declarara la guerra hasta en las oficinas.

—Oye— dijo el pelirrojo medio ofendido.

—Debes ser tú, Laurens. John Adams también está de acuerdo. Si es presidente te mantendrá en el puesto.

—¿Y mi batallón? ¿Mis cosas?

—John, aquí tienes influencia— dijo Alexander. —Delega a alguien a tú batallón, puedes tener un ejército entero.

Donde el viento no susurra | LamsDonde viven las historias. Descúbrelo ahora