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John no era de eventos, pero asistió a la gran fiesta de André. Iba a conocer a Elizabeth Schuyler, conocía s su padre, pero no tuvo el placer de conocerla.

No iba a quedarse hasta muy tarde, Frances no iba a aguantarlo y él tampoco. Estuvo toda la noche observando a Hamilton desde la distancia y Elizabeth se le hacía una chica simpática, sin embargo no le agradaba la idea del matrimonio.

Algunas chicas intentaron acercarse a él y rechazó a todo el mundo aquella noche, y en un momento, decidió marcharse sin avisar a nadie. Pasó la noche leyendo al lado de la chimenea con la pequeña y no regresó a salir a ningún tipo de evento hasta la tan ansiada boda.

—John, gracias por venir— dijo Hamilton. No iba a ser la gran cosa, no estaban para festejar teniendo tantas tareas en el ejército. —Lo siento.

—Está bien, Alex, no te preocupes— murmuró con una pequeña sonrisa.

—¡Papá!— dijo Francés desde la silla viendo al hombre. —Agua, por favor— extendía sus brazos esperando recibir un vaso y Laurens se dirigió a atender a la pequeña.

—Jack, he hablado con Elizabeth, me gustaría que vinieras con nosotros después de la cena— comentó Hamilton recibiendo una mirada del otro.

—¿Qué le has comentado?— Preguntó asustado.

—Que quiero estar contigo— respondió viendo al hombre acercarse de nuevo y espantado de dijo que aquello era algo entre los dos que nadie debía saber. —Es mi esposa, merece saberlo. Quisiera que estuvieses presente esta noche.

—¿En casa del señor Schuyler? Ni se te ocurra. No soy una cortesana de esas, eh— afirmó el hombre.

—¿Y en otra ocasión?— Preguntó con curiosidad, sabía bien los gustos del que por tanto tiempo había sido su amante.

—En otra ocasión será, Alexander— afirmó y ambos guardaron algo de silencio. —¿Verdad que va hermosa?— Preguntó viendo a Frances dejar su vaso de agua.

—Es bonita, se parece mucho a su padre.

Ser padre a veces llegaba a ser agotador. Podía hablar de aquello John, que estuvo despertándose cientos de veces el las noches hasta que la niña cumplió dos años. Empezó a trabajar en su propia red de espionaje y en el contrabando marítimo. Era lo mejor que podía hacer en aquellos tiempos tan aburridos.

—¿Qué haces, Laurens?— Preguntó John André viendo al hombre escribir algunas cartas y rápidamente las escondió. —¿No vas a enseñarme?

—No, no me fío un pelo de ti— dijo viendo al hombre. —Podrás mentir, pero a mí no me engañas.

—No digas esas cosas de mí, hombre— dijo André en tono jocoso y miró a Frances que pintaba entretenida al lado de su padre. —Está bien que seas tú quien se encarga de traer comida de contrabando.

—¿A que viene eso?— ya empezaban a extrañarle aquellos comentarios del hombre y empezó a ponerse a la defensiva demasiado temprano.

—Nada en particular. Sería injusto si no lo hicieses teniendo a la chiquita que alimentar todos los días— añadió. —Solo es una opinión que comparten muchos oficiales.

—No me importan los oficiales— aseguró John viendo a André.

—No mientas, Laurens. Estás preocupado por tu reputación. Todos lo notamos— aseguró André. —Es normal en tu situación. Yo mismo dimitiría.

—Washington me pidió personalmente que no lo hiciese— respondió algo desanimado. Es cierto que su reputación había caído en picado aquellos últimos meses. Tal vez por no salir al campo de batalla o por Frances. De todos modos, el resto tampoco le iba demasiado bien. El congreso no aprobó absolutamente ninguna de sus ideas y Hamilton estaría ausente unos días.

—Corren por el campamento algunos rumores y... Cómo amigo, te aconsejo que saques a tu hija de aquí. No pinta absolutamente nada.

—No eres mi amigo, y no se te ocurra hablar sobre ella— aseguró levantándose.

—No estamos para alimentar a alguien más. Deja de ser tan egoísta— afirmó André. —Solo es importante para ti, a los demás nos da igual lo que pase con ella. Se convertirá en una cortesana de todos estos hombres.

—¿Cómo te atreves a decir eso?— Preguntó enfadado empujándolo.

—Relájate, Laurens. Ir golpeando oficiales no va a mejorar tu reputación— dijo acomodándose la casaca por el empujón de John.

—¿Y matarlos?— Cuestionó sacándose la casaca y tirándola sobre la mesa para darse la vuelta e irse hacia el interior del salón. —Será mejor que me dejes en paz o no dudaré en darte tres tiros en la frente.

—Ey, no te pongas de ese humor— dijo el hombre siguiendo a John hacia el interior. —No se bromean con esas cosas.

—No es broma. Cómo abras la boca una vez más sobre mi hija te voy a matar en un duelo— aseguró de brazos cruzados. —¿Has entendido? No me fío de ti en lo absoluto. No deberías estar  tan cerca del cuartel de Washington.

—¡Por Dios! ¿Me estas acusando de algo?— Cuestionó llevándose una mano al pecho. —Eso me duele, amigo mío. —No quiero que pienses eso de mí, nadie en este lugar lo piensa.

—Los tienes cegados, solo te ven como una cara bonita— John se acercó a tomar a la pequeña que, pedía con algunos gestos comida. Empezaba a andar y siempre tenía hambre.

—Estás celoso porque ya no eres la cara bonita del ejercicio— afirmó el hombre. —Te dejaré con tu existencia. Tengo cosas más productivas que hacer.

—Bien, no te necesito aquí para nada— murmuró con indiferencia y el hombre se marchó.

Donde el viento no susurra | LamsDonde viven las historias. Descúbrelo ahora