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Ya había salido el sol, Frances ya estaba jugando con su abuelo y John descansando porque no había dormido en toda la noche. Seguía preocupado por el señor de la ventana. Anoche tuvieron otro episodio. Un jarrón roto en el cuarto de Frances que, según la niña había sido él también. ¿Cómo? John no se alejaba de ella en toda la noche y se mantenía despierto carcomiendo su cabeza miles de veces.

—Aprovecha y descansa— dijo Alexander dándole un beso en la mejilla mientras acariciaba la espalda del mayor. Él estaba sentado al borde. —Duerme un buen rato. Yo me encargaré del juicio— aseguró el pelirrojo.

—No, déjamelo a mí. No pierdas tu tiempo en eso— dijo John sentándose.

—Washington me ha enviado para que te ayude— murmuró Alexander y John sonrió cuando Alexander le dió un beso. —Nunca nada me ha gustado más que ayudarte.

—Te quiero— murmuró tomando una de sus manos y empezó a acariciarla. —No imaginas cuánto...

—Creo que sí lo imagino, Jack— dijo Alexander con una sonrisa. —Duerme.

—No puedo— aseguró mirando a las pecas que afirmaban su rostro.

—¿Por qué? ¿Sigues preocupado por las invenciones de tu hija? Es normal en niños— intentó convencer Alexander.

—Quiero marcharme de aquí con la niña. Creo que alguien puede estar cerca y eso no me gusta— afirmó sosteniendo la mano de Alexander. —No puedo estar tranquilo ni en mi propia casa— dijo y antes de que Alexander pudiese responder algo, John soltó sus manos y se levantó de inmediato.

—¿Qué pasa?— Preguntó el pelirrojo mientras veía a John acercarse a la ventana.

—He escuchado un ruido.

—Sí, Jack, estamos en el campo, hay conejos. Mejor cerraremos la ventana, echaremos la cortina y dormirás. El cansancio te está afectando— afirmó Alexander.

—Estais todos raros últimamente. No estoy loco. ¿A caso estáis conspirando contra mí?— Preguntó separándose de Alexander.

—Por Dios, John, no. De verdad estás muy cansado. Sólo hay liebres en el campo, debe ser eso. Si quieres mañana salimos a cazar.

—Mañana me marcho de aquí— afirmó viendo como Alexander le tomaba del brazo para devolverlo a su cama.

—No puedes hacer eso. Cómo lo hagas van a matarte— murmuró preocupado el caribeño. —No quiero que te maten. Sólo ten paciencia, en cinco días tal vez te liberan tras el juicio. Kinloch y yo hemos preparado unas negociaciones extraordinarias. Tu padre dará sus tierras del norte como último recurso si es necesario.

—¿Por qué? Esa era la finca de verano de mi madre— dijo John.

—Un cuartel al lado del puerto abre muchas posibilidades— aseguró Alexander.

—Pero era de mi madre.

—Seguramente no tengamos que llegar al punto de dar la finca. Aceptarán antes las negociaciones del general y algo de dinero de tu padre.

—Eso no es justo— John se sentó en la cama y Alexander lo hizo a su lado. —La información que les di debería ser suficiente, ya saben que tenemos otra red de espías más.

—Ellos saben bien quién eres y quién es tu padre. Saben que vales más que una información así y... No te niegues a nuestras negociaciones, de verdad hacemos lo que podemos. Sabes que tu padre estaría dispuesto a intercambiarse por ti y no queremos eso.

—Mi padre ha sido prisionero suficiente tiempo.

—Por eso, Jack. Si te lo propone, niégate. Es mejor perder una finca que a la familia, ¿no?— Preguntó Alexander y John asintió. —Confía en mí y en Kinloch y todo irá bien. Te lo juro.

—Gracias. Gracias por el esfuerzo. Sé que él no te agrada.

—No es tan insoportable como parece. Aunque no me gusta compartir espacio con tus amantes.

—Ex-amantes, Alex— afirmó John.

—Bueno, me entiendes— dijo el pelirrojo. —Él te desea tanto... Todos los hombres con los que has estado te hacen esa mirada. No me gusta que tantos te deseen.

—Lo siento, no puedo controlar lo que hacen— afirmó el mayor.

—Sí puedes hacerlo. Todo el mundo hace lo que tú quieras. Las mujeres babean por ti en cada fiesta, las criadas cuchichean cada vez que apareces... Y los soldados, los soldados se giran cuando tú llegas. Todo el mundo quiere verte. Me enteré que la hija del General Fairfax le ha pedido a su padre que te alojes en su casa durante las negociaciones que tenías previstas en el norte.

—Negociaciones que no se harán su no salgo de aquí...— murmuró John. —Tenía tantas cosas por enviar.

—Lo sé, las he enviado yo por ti. Sabía que ibas a hacerlo— dijo el pelirrojo.

—¿En serio? ¿Has recibido alguna respuesta?

—Aún no, si no, las tendrías ya aquí— aseguro el caribeño. — El General Kościuszko parece que quiere apoyarte con tu batallón.

—No estoy seguro de querer seguir adelante ahora mismo.

—Solo estás confuso y cansado. Si descansas, mañana pensarás con claridad— dijo Alexander con una pequeña sonrisa.

—¿Cómo sabes que esa carta era para Kościuszko?— Preguntó extrañado. —Te dije que era para un general.

—Lo conozco y, supe que era para él.

—¿De qué lo conoces?— Dijo extrañado y Alexander suspiró intentando convencerle que era una gran tontería.

—Yo... Es muy amigo de Elizabeth. Cuando la conocí él estaba en la casa por trabajo. Ya sabes, con sus hombres y...

—¿Estaba cortejando a Elizabeth?— Preguntó John y Alexander asintió. —¿E igual te casaste con ella?

—Sí... Necesitaba el dinero. Él no necesita un matrimonio, es un noble.

—Alex, pero tal vez Elizabeth estaba enamorada— aseguró John.

—No me digas eso. Ella me quiere— dijo agachando la cabeza algo triste. —Soy un buen marido.

—Puedes ser un buen marido pero... yo escuché que el General Kościuszko es cuanto menos cautivador con las mujeres.

—Mi suegro me prefirió a mí. El General no tiene muchos bienes en América ni en Europa y, después de la guerra se hubiese llevado a Elizabeth a Europa.

—Europa es un lagar maravilloso, Alexander— murmuró John. —Me gustaría regresar a Ginebra.

—¿Con Kinloch? ¿Juntos otra vez?— Preguntó Hamilton y John negó.

—Contigo. Te gustaría Ginebra. Mis amigos son agradables y, les encanta hacer ruido como a ti. Son protestantes.

—Sabes que no me gustan tus cosas religiosas, pero me encanta el barullo.

—Lo sé— dijo John. —Aunque ahora debe ser todo más aburrido. La mayoría deben ser abogados en su bufete y algún miembro del consejo.

—O tal vez se han alistado al ejército francés. Lafayette me dijo que están reclutando protestantes— añadió el pecoso.

—No me digas eso, ellos no son hombres de guerra— afirmó John y Alexander levantó los hombros. —Ojalá me llegasen nuevas de Ginebra pronto.

—Jack, me has desviado a asuntos políticos. Vuelve a intentar descansar— dijo Alexander levantándose a cerrar bien la ventana y pasar la cortina. —Me quedaré hasta que te duermas.

—Entonces no me dormiré.

Donde el viento no susurra | LamsDonde viven las historias. Descúbrelo ahora