El alto volumen de la música era reconfortante. Estaba en mi casa, con mi equipo de sonido, haciendo lo que quería con mi tiempo... Tenía el control de mi vida pese a la situación de mierda.
Era viernes, me correspondía entrenar abdomen y piernas ese día, era agotador y electrizante a la vez, sentía el placentero dolor acumulándose en mi abdomen con cada repetición; el dolor del esfuerzo. La sangre se agolpaba en mi cabeza cada vez que descendía y volvía a subir. Consideré por finalizada mi rutina cuando llegué a las ciento cincuenta repeticiones suspendido desde el soporte que había instalado en el techo de mi gimnasio meses atrás.
Salí de la amplia habitación repleta de maquinaria para ejercitarse y me dirigí al cuarto de baño dentro de mi recámara.
A veces me daba la sensación de que aquella enorme casa de paredes blancas y grandes ventanas tanteaba un poco lo demasiado para una persona, podía sentirse algo vacío en ocasiones, aunque no negaré que ciertamente me resultaba magnífico hacer lo que me viniera en gana.
El detalle de vivir solo y sentir cierto aislamiento era algo fácil de resolver. No es que necesitase de alguien para ser feliz, mierda, si yo vivía particularmente fascinado de mi independencia en muchos sentidos. Era vivir para mí, cocinar para mí, trabajar para mí... en otras palabras, me importaba un bledo con quien compartir si me tenía a mí mismo. Sin embargo, siempre que quisiese algo de compañía me venía espléndidamente convencer a cualquier hermosa chica algo ingenua para practicar algo de sexo casual.
Salí de la ducha y entré a mi habitación. Puse a sonar a Axel Rose en mi teléfono y lo dejé sobre mi cama matrimonial. Al mirar mi reflejo en el espejo de cuerpo completo del closet mientras me metía en la ropa que acababa de sacar, -una playera blanca con el logo de The Rolling Stones, mi cazadora de cuero negra, y un pantalón de pana negro- me fue sencillo comprender la facilidad con la que muchas chicas se dejaban llevar para terminar follando con un criminal como yo.
La necesidad de mantenerme fuerte y ágil físicamente por mi trabajo, me había llevado a desarrollar una musculatura algo impresionante, no parecía un enorme fisicoculturista relleno como pavo de anabólicos, pero mi cuerpo era firme y medianamente definido. Eso, en combinación con mis ojos color miel, gruesos labios y la barba de tres días que me dejaba, me otorgaba un aspecto bastante dominante que incitaba a que me convirtiera en un imán de chicas. Y lo mejor de todo es que no debía preocuparme por el potencial peligro que significaba relacionarse conmigo, pues la mayoría eran mujeres superficiales y candorosas que, por más que se empeñaran en fingir lo contrario, sólo se fijaban en los músculos y el lindo rostro que puede o no tener un posible compañero sexual ocasional.
Una vez listo, mis ojos chocaron con ella: mi máscara. Me sentí idiota, ¿Cómo podía haberla dejado en un sitio tan a la vista?, reposaba sobre el asiento de la mesa para mi computadora a un lado de la cama. Era poco probable, pero si de alguna forma alguien la veía, se volvería peligroso para mí.
Descendí a la planta baja de mi casa con el rostro de la calavera en la mano y lo coloqué en su lugar; una pequeña cámara oculta a simple vista en la sala de estar, detrás de mi televisor pantalla plana de treinta y siete pulgadas apostado a la pared. Me gustaba como lucía, la máscara con su torcida sonrisa socarrona sobre su base, rodeada por mi decente arsenal de armas de fuego y cuchillos. Activé el mecanismo que sellaba la cámara con una gruesa lámina de cristal antibalas y empujé el soporte al que estaba unido el televisor contra la pared, ocultando de nuevo mis implementos de trabajo.
Fue sencillo decidirme por cuál vehículo escogería aquél día, como si más bien él me hubiese elegido a mí.
En el amplio garaje subterráneo, eché un vistazo a mis juguetes favoritos: El Mustang GT rojo del 2016. Mi discreto pero potente Dodge Challenger clásico negro del 98. La veloz y siempre excitante Yamaha YZF-R1 azul marina del 2016. Y mi consentida, la Iron 883 del 2015 negra.
Me incorporé en la última y encendí el motor con aquél siempre seductor rugido de la libertad.
Aceleré para finalmente salir, no sin antes chequear el cartucho de mi confiable Beretta Stock de nueve milímetros para acomodármela en el cinturón oculto por la cazadora. Por si acaso.
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Muerte en el infierno
Teen FictionEl mayor error de nosotros los humanos, es creer que siempre tenemos el control de la situación. ¿Qué sucede cuando la ya compleja vida de una persona llega a su punto de quiebre? Esta es la historia de un joven con un trabajo poco ortodoxo, en el...