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Jamás me consideré una persona particularmente patriota, atribuyo esto a que la cultura, producción, educación, y demás elementos intrínsecos del sitio donde nací, son sumamente infravalorados, no únicamente por sus habitantes -que igual lo hacen-, sino por sus propios gobernantes. Y cuando un gobierno, del modelo que sea, no se desvive por mantener sutierra bien posicionada, mal vamos.

  Bueno, en todo caso, pese a toda la mierda de campaña política, y la trampa hecha por el hijo de puta organismo al que le compite la veracidad de las elecciones, la culpa en parte recae sobre el pueblo también. ¿En qué jodida cabeza cabe que un sujeto extranjero e inculto si quiera se interese por tomar las riendas de una nación eficiente y eficazmente?, pues al parecer, a los habitantes de mi país. Sí, a los habitantes, ellos; para cuando cumplí la mayoría de edad para votar, ya era demasiado tarde para que, como mínimo, surgiera alguna diminuta esperanza de auténtica democracia.

  Las calles, bien dotadas de irregularidades -cráteres como solía llamarle mi madre-, pasaban con gran velocidad bajo las llantas de mi motocicleta mientras conduzco en dirección hacia mi proveedor de armas a quince kilómetros de los límites del estado, donde vivo.

  El viento se lanza violentamente contra mi rostro obligándome a entrecerrar los ojos y arrugar la nariz, no obstante los infaustos detalles del centro de la ciudad llegan a mí como gotas de limón con sal para mis pupilas. Casas desvalidas y maltrechas repletas de conchas de pintura con años -varios años- de antigüedad como única vestimenta. La nauseabunda propaganda política en letras rojas y enormes impresas en gigantescos pendones a lo largo de edificios destinados a que "el pueblo viva dignamente", y lo irónico es que allí se vivía de cualquier forma menos digna. Todavía no logro determinar si es más triste eso, o el hecho de que los pobres malnacidos que vagan en esos sitios parecieran no saber lo que sucede más allá de su nariz.

  Otra constante presente en el maravilloso paisaje urbano de mi país, son los muertos vivientes; familias enteras de personas desdichadas, sin suerte, o simplemente perezosas, que se aglomeraban como enjambres de abejas fuera de los escasos negocios que a duras penas aún funcionaban. Al igual que su homólogo ficticio, estos muertos vivientes lucen cuerpos cadavéricos, más muertos que vivos, con apenas nada de músculo y carne sobre sus esqueletos; y algunos, también al igual que su homólogo ficticio, desprendían olor a mierda. Rompían frenéticamente las bolsas de basura fuera de los establecimientos, esperanzados de encontrar algún delicioso platillo de sobras de los empleados del lugar o envases de alimentos con putrefactos residuos.

  Y pensar que años antes esas mismas personas podrían pesar fácilmente noventa kilogramos como mínimo y elegir en un supermercado la marca de su espagueti favorito de entre decenas de alternativas.

  Miré mi reloj de pulsera y aceleré de setenta y cinco a ochenta y cinco kilómetros por hora. Me quedaban aún tres kilómetros de camino, y a mi proveedor no le gustaba esperar.

  Jamás me consideré una persona particularmente patriota, pero era difícil no padecer ciertas sensaciones en un país que se desangra por culpa de un hijo de puta extranjero.

  Culpable además de que mi familia estuviese a miles de millas, y que yo fuera un delincuente.

Muerte en el infiernoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora