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Alrededor de las once y treinta de la noche estaba ya en casa. La reunión afortunadamente no se había extendido más de unos cuarenta minutos. Cuando volvimos al almacén, Tony nos explicó que grandes cambios se aproximaban, y que si las cosas salían a pedir de boca, muy pronto podríamos ganar del doble, inclusive el triple, de nuestros ingresos actuales.

  No se me ocurría que podía traerse entre manos con el no menos gordo -o imbécil ocasional- de Mitch, pero mierda, me valía un jodido tomate mientras pudiese ganar más.

  No me considero alguien precisamente ambicioso, al menos no del todo, pero recibir más dinero significaba mejorar incontables cosas.

  Vivir con la situación que envenenaba el país ciertamente era un infierno, no obstante no todo se había jodido. Dentro de la marginalidad y la nube de miseria que opacó la nación, existía una especie de grupos de comunidades conformadas por personas que de alguna forma u otra se las ingeniaba para lograr vivir bien pese a todo. En su mayoría -por no decir todos- se las arreglaban consiguiendo dólares de las maneras más creativas o heterodoxas que se puedan imaginar. Incluso se podrían enumerar en algún tipo de lista tomando en cuenta la cantidad de personas que empleaban el mismo medio. Estaban quienes producían, y no me refiero precisamente a materia prima o manufactura, sino a personas con talento e ingenio que trabajaban desde la red; algunas vendiendo fotografías magníficas tomadas por sí mismas, otros que escriben intrigantes historias para los internautas, mineros de monedas virtuales, y demás cosas por el estilo. 

  Había quienes vivían como reyes con lo poco que le mandaban sus familiares que ya habían migrado y logrado establecerse en otros países, que si bien para ellos no era mucho lo que mandaban, aquí se convertía en una pequeña fortuna. Luego estaban los políticos y autoridades corruptas que se hacían con el dinero del país, incluso llegué a oír una ocasión que tenían su propia mafia de narcotraficantes en el extranjero.

  Y después estaba yo, trabajando forzosamente para un millonario mafioso, responsable de la distribución de drogas al treinta por ciento del país; el segundo distribuidor más grande de los cuatro principales a nivel nacional.

  No es que ese trabajo me enorgulleciera, admito que a veces podía ser jodidamente grandioso, pero lo hacía más que todo debido al déficit de alternativas que tenía disponibles.

  Alguna vez comencé la universidad, pero abandoné luego de que la mitad de los profesores de mi carrera -licenciatura en leyes- se largaran como perros con la cola entre las patas, luego de asegurar que el país no podía empeorar más.

  Mis padres y mi hermano, mi única familia, se habían marchado hacía unos tres años, con la esperanza de encontrar una mejor calidad de vida en nuevos horizontes. Cosa que jamás sucedió. No era un caso aislado, pero tampoco era algo tan común como para evitar la decepción, el caso es que desde que llegaron a su destino, no habían podido establecerse debidamente ni hacerse con algún trabajo fijo. En otros sitios infravaloraban mucho a los extranjeros, no siempre, pero ellos no corrieron con la fortuna de simpatizarles a las personas correctas. Así pues, ya eran tres años que llevaban pernoctando por uno u otro sitio y cambiando de trabajo como cambia un semáforo de luz.

  Tuve que buscar la forma de ayudarme y ayudarles.

  Conocí a Tony trabajando como barman en un casino de mala muerte. Quiero decir, el casino era lujoso, pero frecuentado únicamente por los criminales más poderosos del estado y sus secuaces. Un día tuve una acalorada pelea con un indeseable drogadicto, un integrante olvidado -o dejado a propósito- esa noche por su grupo, que quería sobrepasarse con una de las mesoneras, o "arrimarle el salchichón", como él mismo proclamó. Tony al ver mi agilidad física y para la pelea, se acercó a mí y me ofreció pertenecer a su grupo de guardaespaldas especiales, donde ganaría dinero. Mucho dinero. No lo dudé ni un segundo. El casino traía buenos ingresos, pero era un trabajo agotador, incluso para alguien de veintitrés años. Requería trabajar hasta altas horas de la noche, o hasta el día siguiente, sin poder beber, comer, ni fumar nada porque estas atendiendo a cientos de personas que sí beben, comen y fuman.

  Comencé a trabajar con el gordo Tony desde entonces. El resto es historia.

  Me levanté de la cama y encendí la computadora. El monitor me indicó que eran las ocho de la mañana. Abrí la página web del banco y noté que el gran jefe ya había transferido mi dosis correspondiente de billetes. Aproveché para transferirle a mi padre la mitad de todo lo que había ganado en el mes, y le mandé un correo electrónico, saludando a todos e informándole sobre la transferencia.

  Me vestí con pantalones deportivos y un suéter negro de capucha. Mientras me ataba los cordones de los zapatos de goma blancos, di un vistazo a la ventana de mi habitación, al otro lado de la cama.

  Solté un largo y reconfortante suspiro con el que me desperecé. Sí, era un hermoso día, despejado y soleado pero fresco. Justo la clase de días en los que se me antojaba salir a correr.

Muerte en el infiernoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora