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-¿Qué tal, enano? -Me saludó mi hermano desde el otro lado de la pantalla, haciendo uso del apodo que me dio desde que yo tenía seis años y él diez.

  Cada vez que me comunico con mi familia a través de video llamada, es la misma dura sensación, como si un puño fantasma de hierro me apretara sin clemencia los testículos del corazón, o los sentimientos, o lo que mierdas sea que nos haga experimentar las emociones que nos hacen humanos.

  -Todo genial, Nate. -Mentí a medias. Yo estaba de maravilla la mayoría del tiempo, pero verles e imaginar lo difícil que la pasaban me hacía sentir de cualquier manera menos precisamente de maravilla.

  Al otro lado del monitor, Nate estaba echado sobre lo que seguramente sería una silla de hierro acolchada típica de hotel; el quinto en cuatro meses.

  Apenas le reconocí, traía un short rojo como única vestimenta, lo suficientemente holgado como para que tuviera que sostenerlo con sus manos huesudas al caminar. Siempre había sido más corpulento y blanco que yo; ahora su piel se había tostado al punto de adquirir un tono caramelo y sus músculos apenas sobresalían, flácidos, del cuerpo.

  -¿Y mis padres? -Pregunté, rompiendo el incómodo silencio en el que yo sabía que Nate se autocompadecía.

  Movió un poco la cámara para espantar algo, probablemente algún insecto. Mientras acomodaba el artefacto, noté detrás de él la habitación. Era pequeña e incómoda, sólo pude ver una cama matrimonial. Dios santo, los tres durmiendo en una sola escabrosa cama, en un cuarto pequeño y sofocante.

  -Papá salió a comprar comida, y mamá está trabajando.

  Mamá... tiene casi sesenta años.

  -¿Qué tal les va con los trabajos, han tenido suerte con alguno fijo? - Quise saber algo preocupado.

  Nate se revolvió incómodo sobre su asiento.

  -Bueno, nos va bien. Papá trabaja por las noches, haciendo guardia en un bar cerca del hotel. Mamá es ama de llaves aquí mismo, en este momento está limpiando la habitación contigua -sus ojos pixelados en el monitor se cristalizaron-. Yo barro calles por dinero.

  Maldita sea... Sabía que no me daba muchos detalles para ocultar las complicaciones que todo aquello acarreaba. Nate barriendo calles... si él es tres veces más orgulloso que yo. Sentí los testículos de mis sentimientos a punto de estallar.

  -Nate, ¿consiguen suficiente comida?, ¿se les acabó el dinero que les mandé la última vez?

  Comenzó a hablar algo vacilante, como si las palabras le salieran a trompicones.

  -E... estamos bien, enano. No te preocupes, comemos mucho más que antes.

  Nate... mi alocado y protector hermano mayor que jamás aprendió a mentir.

  -Les mandaré dinero de nuevo en una semana. -Aseguré.

  -¿Pero, y tú? -Su gesto era de sincera preocupación.

  -Tranquilo, estoy bien. Una empresa me contrató para hacer reparaciones durante unos diez meses.

  Trabajar para un puto pez gordo de la mafia nacional era una realidad que debía ocultarles; jamás aceptarían el dinero si lo supieran, ni me hablarían cómodamente. Les hice creer que aprendí ingeniería electrónica y que ganaba buen dinero trabajando de empresa en empresa.

  -No es necesario, Kyan, estaremos...

  Escuché un leve sollozo, proveniente de algún sitio fuera de la imagen.

  -¿Qué fue eso? -Me apresuré a preguntar.

  -No es nada -dijo el pésimo mentiroso de mi hermano, sospechosamente rápido-, sólo la televisión. Me tengo que ir.

  -Nate... -Pero ya la conexión había finalizado.

  Me quedé allí, sentado sobre la silla frente al computador, sintiéndome como el perfecto idiota que sabía que era. No comprendí al principio, pero tampoco necesité pensar mucho para deducirlo... Maldición.

  Desde que se habían ido, raras veces me daba la cara por temor a romper en llanto y hacerme sentir mal, pero escucharle llorar sin poder verle me jodía más que cualquier cosa. Me jodía mucho.

  Era Miriam, mi madre.

Muerte en el infiernoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora