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Sé que podría sonar algo cruel, pero aquello no era nada fácil de ver. Era asqueroso, grotesco, e incluso bastante repulsivo. Está bien, en mi trabajo vi cosas peores, pero contemplar aquello era jodidamente inquietante y llamativo a la vez. Robert, o simplemente Rob, se ganaba la vida -la buena vida- suministrando armas a los grandes grupos delictivos de todas las ciudades, incluidos desde jefes mafiosos y sus colegas, hasta políticos y policías en su mayoría -por no decir todos- corruptos. El sujeto es intimidante pero a la vez agradable, con toda la pinta de haber pertenecido a algún grupo militar de alto rango hace años -bastantes, tomando en cuenta que desde que el comunismo tomó el poder, la milicia es la perra del gobierno-. Todo bien con él, a excepción de que su ojo izquierdo era una bolsa grisácea rellena de líquidos olorosos que debía ser hidratada constantemente con unas gotas medicinales. Lo que sea eso que reemplazó su ojo, le da a su caucásico, y ya bastante intimidante rostro, un aspecto que podría provocar escalofríos en la espina dorsal a una buena cantidad de personas.

  -¿Qué tal, Rob? -Saludé al bajar de mi motocicleta luego de que él abriese el portón en la calle que daba hacia su depósito subterráneo.

  -Todo bien, imbécil. -Por alguna razón, Rob bautizaba a cualquiera que le pasase por delante "imbécil"-¿Qué vas a llevar? -Directo al grano, algo bastante agradable de él.

  -Lo mismo de siempre.

  Me acerqué a los estantes excesivamente bien abastecidos de distintas armas de fuego que tenía apostados junto a las paredes de aquél amplio sitio de unos treinta metros de ancho por cincuenta de largo. Había carabinas, subfusiles, fusiles, escopetas... en fin, el paraíso más amplio y de ensueño para cualquier buen amante de la adrenalina. Las luces blancas y escasas -sólo tres bombillas para todo el lugar- daban al depósito un aire de supervivencia post apocalíptica, que, en cierta forma, para todo el que viviese aquí, lo era.

  -Munición para Glock nueve milímetros, tres cajas de cartuchos para escopeta semiautomática, munición para subfusil Stock calibre diez...

  Mientras él se repetía en voz alta la lista de mi pedido -que siempre era la misma- comencé a rememorar todos los mitos e historias asombrosas alrededor de su globo ocular maltrecho. Algunos decían que durante un enfrentamiento armado, una bala perdida le atravesó el ojo, vaciando gran cantidad de su contenido. Otros más atribuían su estado a una supuesta pelea contra un oficial corrupto a mano limpia; el otro sujeto sacó un puñal y le perforó la esclerótica tratando de dejarle ciego. Pero Rob salió victorioso, según dicen, le arrancó un tajo de carne del cuello al inútil agente de la ley con la mano.

  Lo único en lo que coinciden los relatos es en que él exhibe orgullosamente su herida, tal vez como la marca de una victoria difícil de ganar, o pudiera ser como una advertencia. El caso es que se negaba a utilizar parches o prótesis.

  -Aquí está, imbécil. -Me arrancó de mis pensamientos al tiempo que colocaba la pesada bolsa de tela negra sobre un mesón de metal que nos dividía.

  -¿Si había de todo? -Quise saber.

  -Mierda, sí, Kyan.

  Era extraño que me llamase por mi nombre, supongo que la pregunta le fastidió. Como fuese, le pagué en dólares -porque la moneda local valía tanto como mierda de perro. Valía menos que la mierda de perro-, y comprobé mi pedido antes de incorporarme a mi motocicleta favorita para finalmente marcharme.

  Era posible que necesitase todo aquello esa misma noche.

Muerte en el infiernoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora