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Intento abrir mis ojos y los parpados pesan tanto como un remordimiento. La luz me pega con brusquedad en las retinas, así que me veo obligado a cerrar los parpados de nuevo, para abrirlos con lentitud y cuidado. Una esfera de metal cálido choca con las paredes internas de mi cráneo con cada mínimo movimiento.

  Suelto un suspiro a medida que mi cuerpo comienza a despertar y noto otros sitios donde el dolor empieza a personarse. Mi espalda, los nudillos de mis puños y la parte derecha de mi torso.

  Trato de levantarme con cuidado, pero pareciera que he aumentado media tonelada de peso. Miro en derredor con algo de dificultad y me doy cuenta que sigo en el gimnasio de mi casa. Con una única diferencia: ahora lucía como si un tornado fuese ido a parar allí. La bicicleta estática para calentar yacía sobre el suelo junto a una de las botellas, hecha añicos; a unos pasos de ella, el banco inclinado para levantar pesas, tirado boca abajo y con parte de su superficie rasgada. Debajo del marco del espejo roto de cuerpo entero, un par de mancuernas de quince kilogramos parecían descansar sobre un desastre de trocitos de cristales, entre los que pude notar tanto los del espejo como los de una de las marrones botellas de whisky.

  Logro levantarme despacio, apoyándome sobre una de las patas del banco volteado. Apenas al colocarme de pie, siento que toda la habitación da mil vueltas en cuestión de segundos. Por poco vuelvo a ceder ante la desagradable sensación de la jaqueca post-borrachera, pero logro conservar el equilibrio.

  Mientras una canción de Rock pesado al fondo me aturde, examino mi cuerpo. En algún momento me había desprendido de la venda que me cubría la herida que me hizo el imbécil hermano de Lisa, y ahora comenzaba a sangrar nuevamente. Mis manos lucían deplorables, había cortes y moratones por todos lados, y un líquido amarillento como pus se cernía entre algunas de algunas de las magulladuras.

  Avanzo con cuidado de no pisar los vidrios, pero las terminaciones nerviosas de las plantas de mis pies envían señales a mi cerebro de que, de hecho, ya había pisado eso antes. Repetidas ocasiones. Pese a todo, me las arreglo para llegar al corredor y luego hasta las escaleras. Descubro con alivio que, al parecer, el tornado se había contenido dentro de la habitación, sin embargo, noté también pequeñas manchas rojas y oscuras esparcidas como al azar sobre algunas paredes. Y yo sabía perfectamente que esas manchas no eran de vino.

  Al bajar, calculo por la luz de fuera que se colaba por las ventanas que debía ser cerca del mediodía, y me doy cuenta que la parte de debajo de la casa permanecía prácticamente intacta, a excepción de algunas sillas tiradas al suelo y una de las puertas de la despensa abierta, la de las botellas.

  El día anterior había decidido que no quería salir a ningún jodido lado, pero hoy, sin embargo, pensaba que largarme a cualquier jodido sitio que no fuera allí. Me sentí asqueado conmigo mismo por lo patético que pude llegar a ser.


  Eran cerca de las cinco de la tarde cuando llegue allí. En parte fui porque se me ocurrió que nadar un poco podía ayudar a recuperarme de la tensión muscular por el entrenamiento y la paliza que yo mismo me di el día anterior, pero desde que entré al sitio, lo único que hice fue observar la alberca semiolímpica sentado desde las gradas, incapaz de quitarme la ropa a sabiendas de que ver de nuevo las lesiones sólo me causaría más indignación conmigo mismo. Además de que los idiotas salvavidas jamás me dejarían meterme al agua tan maltratado. Así que me conformé con observar el tranquilizante movimiento del agua de la piscina casi vacía a esa hora; la cerraban a las cinco y treinta al público.

  El movimiento ondular y oscilante que formaba el líquido me recordaba la turbiedad de muchos de mis pensamientos, pero la facilidad con la que se calmaba cuando nadie la sacudía me hacía sentir en cierta forma aliviado.

Muerte en el infiernoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora