XCVI

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La madre de Aquino se había encerrado en el cuarto y sus lamentos se escuchaban si pasabas cerca de su puerta.


Duxo quería hacer lo mismo, pero pensando en que debía ser fuerte para hacer sentir mejor a Aquino, borró sus lágrimas camino al cuarto.

Al abrir la puerta, encontró al susodicho, envuelto en una toalla para que su húmedo cabello castaño no mojara su pijama, tenía la mirada baja y perdida.

El oji-ámbar alzó la vista cuando entró, mirándolo con sus lindos y brillantes ojos.

El azabache quiso llorar de nuevo.

Con lentitud, se sentó sobre la cama donde Aquino dormiría, el joven se irguió un poco, sentándose  junto a él.

Duxo tomó la mano de su novio, besando su dorso, una sonrisa penosa apareció en sus labios.

─ ¿Por qué no me dijiste? ─ preguntó el de renegrida mirada, su voz sonó ronca, algo rota, Aquino bajó la vista, supo que ya no podría esconderlo.

─ Tris-te ─ dijo, bajito, señalándolo ─ Como Ma-má.

El labio de Duxo tembló con ganas de llorar.

─ Aquino, hay cosas, que por más tristes que sean, deben saberse ─ murmuró.

El de ojos pardos negó, parpadeó varias veces para despejar las lágrimas que comenzaban a crecer en sus ojos, aunque eso no impidió que comenzara a llorar.

─ No... Quiero ─ murmuró ─. Yo q-quiero ser fe-liz, s-sin de-cir eso, s-sin pen-sar eso...─ habló entre sollozos e hipidos.

Y Aquino se rompió, desbordando en lágrimas.

Duxo lo abrazó con fuerza, como si así pudiera arreglar las cosas, acomodando al contrario contra su cuerpo.

─ Mi rey... Tú mereces toda la felicidad del mundo ─ murmuró el pelinegro, carcomido por la injusticia.


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Love me, Mute □ DuxinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora