22. Resiliencia

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Hace apenas unas pocas que llegué a casa. No puedo conciliar el sueño. Tengo una tormenta de recuerdos que luchan con otra borrasca de situaciones que no se dieron, pero que estuvieron a punto de suceder. Son estos momentos en los que recuerdo las palabras de mi psicóloga Tania en las que me anima a analizar estos sentimientos y racionalizarlos.

Hace ocho años mi vida dio un vuelco que casi me destruye de todas las formas posibles. Si te soy sincero, no sé cómo estoy vivo o, en su defecto, en libertad con la progresión que llevaba.

El miedo no me abandona todavía. Esa persona oscura sigue dentro de mí, esperando pacientemente a que se conjuguen todos factores que lo liberen. Es por eso que necesito la ayuda de Tania, la de mi familia y, sobre todo, que Clara esté bien.

Es peligroso que sea un cabo de la policía local, cuando tengo tantos demonios contenidos...

Una notificación de WhatsApp hace vibrar mi reloj. Descubro que es Amaia pidiéndome ayuda. Al parecer Esperanza no está muy bien. "Posiblemente contigo no esté tan a la defensiva", reza su mensaje.

Está muy preocupada por su Esperanza. Desde que se encontró con un amigo de su ex y se peleó con él, no ha levantado cabeza. Una clara muestra fue lo que pasó hace un par de noches en aquel pub. Me recuerda tanto a mí —con las claras diferencias de nuestras historias de vida.

Me calzo las zapatillas y dejo el dormitorio vestido con un pantalón de chándal gris y una camiseta negra de mangas cortas.

—Buenas tardes, Amaia —saludo, nada más mi vecina me abre la puerta.

—Pasa, pasa. No hay tiempo para la cortesía. Está en el dormitorio frente al baño.

Asiento y paso a una vivienda que replica la distribución de mi casa, pero en espejo. Se nota que Amaia tiene mejor gusto que yo en cuanto a la decoración. La mía es más espartana —o minimalista como se dice ahora. Apenas tengo fotos o adornos, más que un par de plantas de plástico o unos jarrones decorativos, ambos de Ikea.

La puerta del dormitorio está cerrada a mi paso; no obstante, los sollozos y lamentos de Esperanza la traspasan impunemente. Me ponen el corazón en un puño. Tengo que respirar profundamente y cerrar los ojos para no pensar que estoy reviviendo de nuevo ese día. El contexto es distinto; sin embargo, hay una mujer sufriendo.

—¿Esperanza? ¿Puedo entrar? —pregunto, sabiendo que la primera respuesta va a ser una negativa, aparentemente inquebrantable.

Vete, por favor.

—No puedo irme. Mi juramento hipocrático me obliga a esperar a que decidas invitarme a entrar o que tú salgas.

—Los policías no hacéis ese juramento... —apunta Amaia, quien me mira extrañada.

—Ya lo sé. Es una forma de hablar.

—Encuentra una mejor o mi Itxaro se me tira por la ventana.

—¿Me puedes abrir la puerta, Esperanza? Amaia es una tía muy molesta y no quiero estar con ella.

—Gilipollas —insulta, me saca la lengua y me enseña su delgado dedo corazón mientras camina hacia el salón.

¿Qué pretendes conseguir quedándote? ¿Que te abra la puerta, nos abracemos, lloremos juntos y así nuestros problemas se desvanecerán como nuestras lágrimas?

—Ojalá fuera tan fácil. Puede ser que no te tomes en serio nuestra amistad, pero, si mi amiga me necesita, ahí estaré yo por ella.

¡Te estás tomando muy en serio ese papel!

—Me gustas, Esperanza.

¿He dicho eso? Sí. El repentino silencio de Esperanza me lo confirma. Maldito subconsciente. No era este el mejor momento.

Todas Las Sonrisas Que No VeréDonde viven las historias. Descúbrelo ahora