27. Un juego que sale mal

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El verano llegó con todo... a falta de poco más de dos semanas para el cambio oficial de estación. Estoy con unas ganas tremendas de ir a la playa, pegarme un refrescante baño y tomar el sol mientras leo el nuevo libro que le he robado a Félix de su biblioteca —quien por cierto no está muy convencido de que lo lleve aquí.

—Como le vea una pequeña mancha, una página doblada o un grano de arena entre ellas, no te presto ninguno más —amenazó.

—Estoy de acuerdo con todo, menos lo de la arena. No hay nada mejor que un libro con un recuerdo playero semejante.

—¿A que no te lo llevas?

Al final, aquí estamos: clavando la sombrilla, poniendo una de esas tiendas de campañas playeras con los bolsos y mochilas asegurados, la nevera protegida del calor y situando las toallas estratégicamente para seguir el camino del sol.

Apenas hemos pasado el mediodía y agradecemos que no esté llena la playa. Dada la cercanía al piso donde alquilamos, nos hemos quedado en la playa de la Misericordia. Es posible que con el paso de las horas nuestra tranquilidad desaparezca y se llene de niñatos pegando gritos, jugando al fútbol, poniendo reggaetón a todo volumen o fumando.

Sé que viví esa época de idiotez supina, llamada adolescencia; que debería ser un poco más tolerante o comprensiva con esta nueva generación, pero... ¡yo no era tan idiota, por favor!

Estaba enamorada del tonto de turno —lo que suele pasar— y quería que me mirara, que supiera que existo. Así que terminaba haciendo cualquier cosa para ganarme su atención. Apenas tenía dieciséis años, me creía que lo sabía todo en la vida y una cosa que he descubierto es que nunca entenderás cómo funciona esto de vivir. Cuando menos te lo esperes... ¡una sorpresa que no suelen de ser de las buenas!

Ya me estoy diluyendo... La cosa es que parecía que el pan triste ese había captado mis señales de cortejo y estuvo muy atento a mí, durante todo el día. En un momento, nos fuimos a dar un paseo los dos solos por la orilla y cuando yo estaba dispuesta a pedirle que saliéramos juntos tras un par de besos, me dijo que si rompía con Soraya —su actual pareja y una de las chicas de mi grupo, que justo no estaba ese día—, correría a mis brazos.

Me sentí mal por mil razones distintas: porque había jugado conmigo, había engañado a Soraya y nuestra amiga jamás nos había contado que estaba con él —cuando en nuestro grupo todas compartíamos nuestras confidencias.

Y así fue cómo me rompieron mi corazón adolescente y me llevé mi primer palo con una amistad. ¡Parece que estoy condenada a repetir ciertos patrones!

—¿Nos vamos al agua? —pregunta Félix, una vez embadurnado de protector solar.

—Échame por la espalda —le pido y me volteo.

Me arqueo cuando siento el contacto con la fría crema. Sus manos empiezan a recorrer mi espalda delicadamente, no llega a ser un masaje, pero me está encendiendo. Me muerdo el labio, cierro los ojos y recuerdo que estoy en la playa. No sé qué tiene este hombre que cada vez que me toca...

—¡Listo! —exclama, orgulloso de su trabajo.

Lo agarro de la cabeza, tiro de él y lo beso profundamente.

—¿Has follado alguna vez en el agua? —le pregunto con mi tono de voz más sexi que tengo.

—N-no... Y no sé si es el mejor sitio...

—Tienes suerte que sea de día.

—No sé si llamarlo suerte. Al menos no terminaremos en la cárcel.

—¿No te gustaría hacer alguna locura que terminara con los dos entre rejas? ¿Un ratito sólo?

—Hace tiempo te habría dicho que sí a todo. Hoy por mi trabajo, diría que tengo que hacer buena letra si no quiero que me echen.

Todas Las Sonrisas Que No VeréDonde viven las historias. Descúbrelo ahora