CASSIA
«Siempre creí que enamorarse suponía darlo todo, sacrificar cosas, ceder. Encastrar tu vida con la de alguien más. Y lo hice. Lo amé tanto como pude, sin limites, porque no sé amar a medias. Entregué mi corazón. Me lo devolvieron hecho añicos. Mi confianza, mi autoestima y la fe en el amor, también están rotas. ¿Cómo podré reconstruir mi vida si lo perdí todo con un falso amor?».
En mis veinticuatro años de vida, me relacioné con pocos hombres —de forma romántica o sexual—. De hecho, puedo contarlos con los dedos de una sola mano. Supongo que a causa de mi nula experiencia Jared consiguió conquistarme en un parpadeo y tenerme entre sus manos durante tres años.
Estuve a punto de convertirme en su esposa.
Entiendo que ser engañada es una posibilidad cuando creces en una burbuja con un padre te trata como si fueras de cristal. Nadie es suficientemente bueno para ti. Entonces, un día, cuando te haces mayor y sales al mundo, te deslumbras por un manipulador como Jared.
Nací en un pueblito encantador que parece sacado de un cuento de hadas. En apariencia tranquilo y seguro, donde los niños pueden jugar en las calles y montar sus bicicletas incluso cuando cae el sol. Sin embargo, a mi padre no le pareció una buena idea verme crecer allí y decidió enviarme a un internado en la gran ciudad cuando tenía diez años.
Un internado exclusivo para chicas, estricto y repleto de normas. No puedo quejarme del nivel educativo, aprendí un millón de cosas, pero era estructurado y asfixiante. Respetar horarios era la menor de las exigencias, teníamos que cumplir reglas para vestirnos e incluso seguir un plan de alimentación para mantenernos "en línea", bajo el antiguo concepto de que las mujeres debemos ser bonitas —allí ser bonitas es sinónimo de ser delgadas—. Las salidas eran en grupos y podíamos volver a nuestros hogares en vacaciones, aunque papá usualmente me recogía y tomabamos un avión hacia algún destino turístico que elegíamos previamente entre los dos. Según él, crecer en el pueblo no era un plan acertado: «los jóvenes se quedan estancados, no hay buenas oportunidades para estudiar o trabajar», decía.
El primer chico que me gustó, se llamaba Mike. Era ayudante del pintor que trabajaba en las reformas del instituto. Mike nunca lo supo. Lo veía a escondidas, desde la ventana de mi habitación en el quinto piso. Escribí sobre él en mi diario. Soñaba en que se diera cuenta de lo que sucedía, me correspondiera y me sacara de allí.
Todo fue una fantasía.
Tras graduarme, a los dieciocho, me marché del internado. Hasta ese entonces, jamás me había acercado a un hombre de forma romántica —nada de coqueteo, besos o toques—. En la misma ciudad, ingresé a la facultad de ciencias humanas, estudié profesorado en lengua española y conocí a Jared a los veinte. Trabajaba en la administración de una famosa cadena de cafetería a donde obtuve mi primer empleo de medio tiempo. No permanecí demasiado en el puesto, pero sí con Jared.
Al principio la vida fue sencilla y bonita. Renuncié al empleo —según Jared pagaban mal y me explotaban— y dejé mi apartamento para mudarme al suyo, —según Jared tenía una mejor ubicación y era más espacioso—. El dinero no era un problema, de hecho, papá se encargaba de recordarme casi a diario que podía usar mi cuenta bancaria que él mismo se encargaba de abastecer cada mes.
Sin embargo, intentaba recurrir lo menos posible a esa alternativa, la realidad era que deseaba trabajar.
A los veintidós, tiempo después de obtener mi título de grado, empecé a buscar empleo. Ninguna propuesta laboral era suficiente para Jared. Las rechacé a todas. Había un par de razones que me mantenían a su lado: lo mucho que lo amaba, la promesa de un futuro juntos y la excelente relación que él tenía con papá. Lo quería prácticamente como a un hijo.
Me gustaba la manera en que estrechaban sus manos o las largas conversaciones que entablaban.
Pensé que así se sentía el amor. Pensé que aceptar lo malo era parte del combo. Al final, nada es perfecto ¿no?
Entonces, todo se derrumbó.
De pronto, me encontré sin casa, sin trabajo y con el corazón roto.
DALTON
«Siempre creí que, a pesar del contexto en el que naces, tienes el poder de cambiar tu destino. Las personas que me trajeron a este mundo no me amaron como se suponía que debía ser. No querían cuidarme, tampoco educarme, solo usarme como una pieza más de sus negocios sucios. Sin embargo, logré ver una luz a mí alrededor. Pensé que podría forjar mi destino y ser una persona decente. Pensé que lo estaba consiguiendo hasta que, algo se rompió. Una traición. Desesperanza. Injusticia. Perdí ocho años de mi vida. Perdí la fe en el mundo. ¿Cómo podré rehacer mi vida si ya no puedo confiar en nadie más?»
Tenía diecinueve años cuando me condenaron por un delito que no cometí. De inmediato fui enviado a la cárcel donde se suponía que debía cumplir una pena de once años, aunque la redujeron a ocho por mi buena conducta. No fue una gran diferencia. No cambiaría demasiado pasar unos cuantos años más tras las rejas, de todas formas, ya eché a perder la mayor parte de mi juventud. Salir a los treinta o a los veintisiete —como ocurrió— continuaba siendo lo mismo. Es probable que tenga que cargar para siempre con la etiqueta del ex convicto. A donde sea que vaya, tarde o temprano, sabrán de mi pasado y me terminarán juzgando por haberle quitado la vida a un héroe. No los culpo.
Nadie quiere relacionarse con un asesino.
De un día a otro, el abogado apareció en la institución y anunció: «Prepárate. En tres días estarás fuera». Así de simple e inesperado. Sabía de la posibilidad, pero no pensé que se cumpliría tan rápido.
El problema de lo repentino fue que no estaba preparado para afrontar la noticia. No tenía un plan de vida fuera. Ni siquiera tenía a quién llamar para que fuera a recogerme a las inmediaciones. Lo único seguro era la casa de la abuela que heredé dos años atrás. Ella fue a visitarme varias veces —lo hizo tanto como pudo, a pesar de su enfermedad—. Solía llevarme comida casera y abrigo, también le llevaba croquetas a Benji, el perro que me permitieron adoptar por mi buena conducta. Mi abuela siempre creyó en mi inocencia: «no descansaré hasta encontrarte el mejor abogado para que pueda sacarte de aquí», prometió en medio de su inocencia. Sé que lo intentó pero la justicia no siempre es justa. Mi madre era su única hija, pero creía que estaba loca, a menudo repetía que era un caso a perder capaz de destruir todo lo que tenía enfrente. Así que me designó como el heredero de su única posesión material.
La casa se encuentra en el pueblo que me vio nacer, crecer y atravesar cada momento, hasta encontrarme cara a cara con la desgracia. No creo que sea el destino más acertado para retomar mi vida en libertad. Allí los Sawyers no somos bienvenidos ni gente fiable, la comunidad prefiere no relacionarse con nosotros —lo entiendo— pero es el único sitio donde tengo un techo asegurado.
Sin embargo, existen otros motivos de mi retorno. El principal es reencontrarme con mi hermano menor, Frankie, que tenía siete años cuando me marché —deseo con todo mi corazón que no se haya convertido en un caso perdido— y, dada la ocasión, me gustaría limpiar mi nombre.
Algún día, todos sabrán que no soy un asesino y tendrán que retractarse.
ESTÁS LEYENDO
Las heridas que sanamos
RomantizmCassia y Dalton están rotos. Ninguno planeó enamorarse pero tras conocerse nada volverá a ser lo mismo. ♡♡♡ Cassia tiene el corazón herido. El único novio que tuvo en toda su vida se lo rompió. Dispuesta a sanar, decide regresar al pueblo donde n...