#24 Ren Keitani Vol. III: El Viejo

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Me levanto del futón que comparto con mi hermano y me dirijo al baño común que hay al final del pasillo para asearme. Tengo los ojos llenos de legañas y tan pegados que apenas soy capaz de despegar los párpados. Una vez logro abrirlos, observo en el espejo que están muy enrojecidos e hinchados, tienen un aspecto horrible. Las legañas presentan un tono amarillento muy desagradable y una viscosidad preocupante. Los lavo con agua, pero siguen molestándome demasiado. Suspiro para darme ánimos, son las siete de la mañana y hoy es domingo. Lo que significa que no tenemos clases con sensei Madama y puedo pasarme toda la maldita jornada golpeando la puerta del viejo.

Hoy se cumplen diez días desde que se recluyó en su decrépita casa y tras lo sucedido la tarde anterior con Drake y mi hermano, mi determinación aún es mayor. Necesito hacerme fuerte y el viejo es el único que puede ayudarme a lograrlo. Quiero que acceda también a entrenar a Drake y a Randy, pero sé que primero tengo que convencerle de qué lo haga conmigo y ganarme su confianza.

Un bostezo escapa de mi boca mientras sopeso la opción de pasar por la sala común y desayunar algo. Sé que sensei Madama ya se encontrará allí, esa mujer se levantará a las cinco de la mañana, sea domingo, Navidad o el maldito día del Juicio final.

Ayer, tras lo sucedido al ver a ese maldito traficante, Drake fue a hacerse el tatuaje en el cuello y aunque ninguno de nosotros pronunció palabra sobre nuestra promesa en la acera de la avenida, ésta estaba presente y los tres sabíamos, que lo estaría siempre. Algo inquebrantable nos unió anoche y si hace diez días intuía que necesitaba la ayuda del viejo para cumplir mi objetivo, ahora ya tengo la certeza de ello.

Entro en la sala y me encuentro con la madama pelando verduras, su severa mirada se cruza con la mía y enseguida se pone en pie y se dirige a mi posición. Por un momento creo que va a regañarme porque ha descubierto que anoche, volvimos a casa pasada la medianoche, pero respiro con alivio cuando me agarra la cara con ambas manos y dirige su mirada escrutadora a mis ojos lagañosos e irritados.

—Se han infectado —murmura con preocupación, chasquea la lengua y se dirige a la despensa—. No tenemos dinero para comprarte colirio, prepararé una manzanilla y te iremos poniendo en los ojos durante un par de días —explica buscando entre los diferentes botes yo asiento, aunque sé que no puede verme, estiro el brazo, me hago con un mendrugo de pan y unos higos secos, y me dirijo a la salida.

—¡Volveré en media hora, sensei Madama! —le digo desde la puerta, ella asoma la cabeza por el hueco de la despensa para mirarme con seriedad.

—Hoy se cumplen diez días, ¿verdad? —cuestiona refiriéndose al viejo, yo asiento y sonrío.

—Sí —respondo con emoción, la madama niega.

—No te hagas demasiadas ilusiones, Ren —me pide volteándose para seguir buscando la manzanilla, yo me encojo de hombros y abandono la estancia.

Salgo corriendo de El Cuartel y me dirijo a máxima velocidad en dirección a la casa del viejo. Tras diez días corriendo, noto mis piernas mucho más livianas y cuando llego a mi destino, a pesar de no haber ralentizado el ritmo, mi respiración es acompasada y regular.

Me planto delante de la puerta del anciano, el corazón se me acelera y una enorme sonrisa se dibuja en mi rostro al encontrarme con la puerta de la casa abierta de par en par. En un lugar como La Grieta, encontrarse una puerta así, significa que cualquiera es bienvenido. Me cuelo en la estancia y cierro tras de mí, tengo mi discurso preparado desde hace días y no quiero que nadie me interrumpa. El interior de la casa del viejo presenta un aspecto tan lamentable, que empiezo a preguntarme si el resto de personas, no tendrán razón en cuanto al anciano y su estado mental.

Cruzo la sala de estar que consta de un decrépito sofá, varias tazas de sake tiradas en el suelo, una pila de platos sucios y mantas desparramadas. Avanzo por el estrecho pasillo. A la derecha queda la cocina que, con tan solo un rápido vistazo, confirmo que está peor que la sala de estar; hay otra habitación al lado izquierdo, pero prefiero ignorar su estado y continúo mi avance hasta la puerta que sin duda lleva al patio trasero. Abro la reja metálica y salgo al exterior. Tengo que entrecerrar los ojos, pues un rayo del recién estrenado sol matinal me deslumbra.

El pecado de amar a tu enemigoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora