Capítulo 3

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Recreación a primera persona
Realidad modificada.

Mi cabeza palpitaba con intensidad cuando apagué la alarma. Miré el reloj; ya habían pasado diez minutos desde el primer sonido. La luz tenue del amanecer se filtraba a través de las cortinas, proyectando un débil resplandor en las paredes de mi habitación.

Me vestí rápidamente con ropa deportiva, sintiendo cómo cada movimiento intensificaba el dolor en mi cabeza. Decidí salir a correr para despejarme, pero a los pocos minutos, el malestar general me obligó a regresar. Mi cabeza latía con una creciente intensidad y mi visión se volvía borrosa. Regresé a casa con pasos pesados, arrastrando los pies. Al llegar, me metí en la ducha con agua fría, esperando que el choque térmico aliviara mi dolor. Aunque el agua helada parecía revitalizarme un poco, mi mente seguía nublada.

Apenas eran las cinco de la mañana y la sensación de agotamiento no daba tregua. Después de la ducha, rizé mi cabello en un intento de sentirme más arreglada, pero cuando terminé, ya eran las seis. Con mi prima, limpiamos el desorden que habíamos causado al prepararnos y me encargué de preparar el desayuno para mi tía, que pronto regresaría de su turno en la guardia. La cocina estaba impregnada del aroma del café, que intentaba contrarrestar mi cansancio.

Terminé alrededor de las siete. Sabía que mi primera clase era a las ocho, pero, dado que debía caminar, decidí salir con antelación. Las calles estaban aún desiertas, y el aire fresco de la mañana no lograba despejar por completo mi cabeza, pero al menos la calma del entorno ofrecía un alivio temporal.

Las primeras clases transcurrieron con una lentitud interminable. La fatiga me hacía sentir como si estuviera en un estado de sueño ligero, observando el mundo desde una distancia. En mi cuarta clase, el profesor, un hombre de cabello canoso y mirada penetrante, me hizo quedarme unos minutos después de la clase. Recibí miradas curiosas de mis compañeros, que desestimé con un gesto despreocupado, y me acerqué al escritorio del profesor.

—¿Has estado bien en las últimas semanas? —preguntó él, con preocupación en sus ojos. Asentí con una leve sonrisa que no lograba ocultar mi verdadero estado.

—Estoy cansada —admití. Era una verdad a medias. —Esto no es lo mío —agregué, con un suspiro. El profesor me observó con una mezcla de sorpresa y curiosidad.

— ¿Qué quieres decir? Eres la mejor de mi clase y con mucha diferencia.

—No soy la mejor nota —le interrumpí.

—No, pero eres quien comprende más rápidamente, quien busca maneras de facilitarse las cosas. Siempre tienes un enfoque diferente, y eso demuestra cuán hábil eres —se sinceró el profesor. La falta de entusiasmo en mi voz era palpable y él podía ver que sus palabras apenas tocaban la superficie del problema.

Bajé la mirada, luchando por encontrar las palabras adecuadas. —Lo mío es escribir, cantar, bailar, grabar películas. No esto —señalé la bata blanca que llevaba puesta el profesor con un gesto de desdén. — Siempre quise ser médica y aún lo quiero, pero a veces me siento tan fatigada.

El profesor frunció el ceño, pensativo. — Tómate un descanso. Atrasarse un semestre no acabará con el mundo — me sugirió, intentando ofrecer una solución razonable.

—Si me tomo un semestre, jamás volveré —replicó con voz cargada de una resignación que no podía ocultar. —Y parece que olvida que estoy con beca —dije, esbozando una risa nerviosa.

—Tienes razón —se llevó la mano a la cabeza, frustrado pero comprensivo. —Entonces, pospondré las asignaciones para la semana que viene. Creo que todos los estudiantes están exhaustos —me miró con una sonrisa reconfortante —¿No crees? — concluyó.

—¿Usted haría eso? —pregunté con una sonrisa, reflejando admiración.

— ¡Por supuesto! Soy un profesor genial, ¿qué esperabas? —respondió con una sonrisa traviesa. Hablé con él un rato más y luego salí del aula. Tenía una hora para descansar antes de la última clase.

Me dirigí a un banco en el patio de la universidad y saqué mi laptop para intentar escribir un poco mientras esperaba. El sol ya estaba alto en el cielo, proyectando sombras largas que parecían bailar en el suelo. A pesar de mi esfuerzo, la inspiración no llegaba. Aunque sabía cómo quería terminar mi historia, escribir el proceso siempre era lo más complicado.

Levanté la vista cuando alguien se sentó frente a mí. Era James, con una amplia sonrisa en el rostro y una rosa en la mano. Hacía días que no lo veía y su presencia parecía un respiro fresco en medio de mi tormenta interna.

—¡Hola, Ara! —exclamó James, ofreciendo la rosa con un gesto exagerado. No pude evitar reírme ante su actitud juguetona.

—¿Qué es esto? —pregunté, tomando la rosa con una sonrisa

—Solo quería alegrarte el día —dijo James, acomodándose en el banco frente a mí. — ¿Cómo ha ido todo?

—Pues... ha sido un día largo —admití, sintiendo que la conversación con James era un alivio bienvenido. — La mañana comenzó bastante mal, pero parece que estás aquí para salvar el día.

—¡Eso espero! —dijo James con entusiasmo. —Cuéntame, ¿cómo van tus clases?

—Horribles —respondí con un suspiro. — Estoy en un punto en el que ya no sé si esto es lo que quiero hacer.

James me miró con interés, como si estuviera esperando que compartiera más. — ¿Y qué te gustaría hacer entonces?

—No lo sé, cualquier cosa menos esto ahora mismo —dije, señalando el campus universitario que me rodeaba. —Me gusta la medicina —añadí tratando de aliviar su gesto—, pero puede resultar agobiante —me sinceré.

James asintió con comprensión. —Entiendo. A veces tenemos que hacer cosas que no nos apasionan para llegar a lo que realmente queremos. Ya descubrirás la verdadera belleza de la salud cuando comiences en el hospital el año que viene.

La conversación continuó de manera fluida, con James contándome historias sobre su familia que lograban arrancar algunas risas. Aunque intentaba mantener una actitud ligera, James notaba que había algo más profundo en mi melancolía.

Finalmente, el tiempo pasó volando y llegó el momento de separarnos. Me levanté y miré a James. Me sentía un poco más aliviada por haber compartido un rato agradable con él, pero aún tenía vergüenza por haber compartido tantas cosas.

—Bueno, me tengo que ir. Gracias por la rosa y por la conversación —dije, con una sonrisa agradecida.

—De nada —respondió James con una sonrisa que iluminaba su rostro. —¿Te cuento una última historia antes de que te vayas?

—Claro, ¿por qué no? —dije, acomodándome de nuevo en el banco.

—Bueno, una vez, cuando era niño, mi hermana me convenció de que me vistiera de payaso para una fiesta —se detuvo para reírse, lo que hizo que me contagiara sin saber la historia—. La gente se rió mucho, pero la parte más divertida fue que me pusieron una peluca tan grande que casi no podía ver. Imagina tratar de bailar con eso en la cabeza —dijo James, riendo a carcajadas.

No pude evitar reírme también, y por un momento, el peso de la jornada pareció aligerarse.

—¡No puedo creer que te hayas dejado convencer para eso! —exclamé, aún riendo.

—¡Yo tampoco! —dijo James, limpiándose las lágrimas de la risa. —Pero a veces es bueno reírse de uno mismo.

Nos despedimos y me dirigí a mi última clase con una sensación renovada. Más tarde, James se ofreció a llevarme a casa. El trayecto en el coche fue un respiro necesario en medio de un día agitado. Cuando llegué a la puerta de mi casa, él me sonrió y levantó la mano en señal de adiós antes de arrancar. Me despedí con una pequeña sonrisa, agradecida por su gesto de amabilidad.

Antes de que el Sol Toque el HorizonteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora