Capítulo 11

23 8 1
                                    

Recreación a primera persona
Realidad modificada.

¿Es posible estar triste por salir de vacaciones? Sí, yo lo estaba, aunque en un sentido que ni siquiera yo misma lograba comprender por completo. Me resultaba contradictorio, casi paradójico, estar rodeada de la promesa de descanso y desconexión, mientras mi corazón se apretaba con una tristeza difícil de sacudir.

Esa misma tarde regresaría a casa sin despedirme de James o de Ricardo. Había estado llorando durante varios minutos frente a la casa de mi tía, hasta que ella me encontró y me invitó a entrar, con una mezcla de preocupación y ternura en sus ojos. Me sugirió darme un baño, y aunque el agua caliente no logró aliviar por completo mi malestar emocional, al menos me hizo sentir un poco más humana, un poco menos rota. Luego, tomé unas pastillas para el dolor de cabeza y dormí toda la tarde, hundiéndome en un sueño profundo , hasta que la luz del día siguiente se filtró por la ventana, recordándome que el tiempo seguía su curso a pesar de mi deseo de detenerlo. Aunque pueda sonar extraño, no deseaba volver a casa; en realidad, quería quedarme allí, donde las cosas comenzaban a sentirse un poco más soportables, un refugio momentáneo de la confusión que era mi vida.

—Sí, nos vemos el lunes en el restaurante que nos gusta —le dije a Arabella por teléfono, tratando de mantener un tono neutral, aunque la tristeza seguía agazapada en el fondo de mi voz.

—Si no nos vemos el lunes, te las verás conmigo. Una de mis cabras va a dar a luz la próxima semana, y no puedo dejarla sola mucho tiempo —respondió desde la otra línea con ese tono de broma que solo ella sabía usar, intentando arrancarme una sonrisa que apenas conseguí esbozar.

Tuve que tomar un autobús porque mi padre no estaba en casa y no podía venir a buscarme. Era un viaje que normalmente me emocionaba; la idea de volver a casa siempre había sido un consuelo, un lugar de seguridad. Pero esta vez, ese viaje me dejó una sensación de vacío, como si el hogar que había conocido ya no existiera de la misma forma para mí.

—Llevo más de cinco años pidiéndote que me regales una cabrita —me quejé, tratando de desviar la conversación hacia algo más ligero, algo que no me hiciera sentir tan desolada.

—No, por favor. Son mis bebés —dijo, lanzando un beso al aire, tal vez a una de sus cabras, como solía hacer cuando se ponía sentimental con sus animales.

—¿Y Coquito, cómo está? —pregunté, refiriéndome a su gato, intentando mantener la charla, aunque mi mente estaba en otro lugar. —¿Y tus cuatro perros? —añadí, en un intento de parecer más interesada de lo que realmente estaba.

—Coquito está enfermo, es un gato mayor. Y mis perros están bien —respondió, su tono cambiando ligeramente al hablar del gato, lo que me hizo sentir un nudo en el estómago. —Cuando termine la carrera, mi novio y yo vamos a establecer un refugio para animales en situación de calle. Espero que dones al menos un millón de pesos y dos sacos de purina —dijo, retomando su tono de broma, aunque yo sabía que sus planes eran serios.

—¿Y no quieres un millón de cachetadas y dos sacos halones de pelo? —pregunté con ironía, aunque un poco más mordaz de lo que pretendía, sintiendo que la conversación me estaba agotando más de lo que debería.

—¡Qué atrevida! —exclamó con una risa suave. —Te presentaré a mi novio, se llama Alexander, pero cuidado con robarme a él también —bromeó, haciendo referencia a una historia antigua que solíamos contar sobre un triángulo amoroso ficticio que habíamos inventado hace años. —Aunque ya tienes dos, no sé para qué necesitas más —concluyó, riendo, pero sus palabras me recordaron la realidad que estaba tratando de ignorar.

—No me hace gracia —repliqué, sintiendo la incomodidad crecer en mi interior. —Ya te dije que no sé cómo manejar la situación, pero hablaremos de eso después. Aún no te he contado nada —concluí, sintiendo que mis palabras eran un intento desesperado de aferrarme a algo de control en una situación que me sobrepasaba.

El trayecto se me hizo más largo de lo que recordaba. Cada minuto en el autobús pesaba como una piedra en mi pecho. Cuando finalmente llegué a mi ciudad natal, llamé a mi madre para que pasara a recogerme. Aún me quedaba un breve viaje de diez minutos hasta nuestra casa, situada en un pequeño pueblo cercano.

—¡Pero mira quién apareció por aquí! —dijo mi prima María cuando me la encontré en el camino, su tono mezclando sorpresa y alegría al verme.

—Muchacha, ¿y eso? ¿Tú en otro lugar que no sea tu casa? —pregunté con una sonrisa, tratando de retomar algo de normalidad. —Eres casi sedentaria —reí, recordando que teníamos un año sin vernos a pesar de vivir a un minuto o menos caminando.

—¿Y tú? —me devolvió la pregunta con una sonrisa pícara, como si mis problemas fueran transparentes para ella.

—Pues bien, ahora tengo casi un mes de vacaciones, y luego a lo mismo de siempre —respondí, tratando de sonar más entusiasta de lo que realmente me sentía.

—Ay, suerte que a mí solo me falta un año ya y termino —dijo, su tono lleno de alivio anticipado, como si el final de sus estudios fuera la puerta a la libertad.

—Sí, pero de todos modos tendrás que internarte en una escuela por 30 años más —me burlé, imaginándola atrapada en un aula interminable, aunque en el fondo envidiaba su certeza sobre el futuro.

—Y tú en un hospital, lo cual es peor —dijo, llevándose la mano a la nariz, como si ya oliera un pie diabetico . —Al menos yo tendré tres vacaciones al año; tú, cuando te des cuenta, ni una —dijo antes de despedirse y regresar a su casa, dejándome sola con mis pensamientos.

Toda mi familia materna vivía relativamente cerca, salvo algunos que se habían mudado, pero en general, todos mis tíos y primos estaban a corta distancia y se visitaban constantemente durante el día. Esa proximidad siempre había sido reconfortante, un pilar de mi vida, aunque últimamente empezaba a sentirse un poco asfixiante, como si el mismo círculo que antes me protegía ahora me aprisionara.

—Hola —dijo mi hermana cuando entré a la casa, su saludo tan breve como siempre, casi como si fuera un trámite que ambas sabíamos necesario, pero sin mucho sentido.

—Hola —respondí con igual brevedad, consciente de que entre nosotras nunca había sido necesario llenar los silencios con palabras.

No teníamos una mala relación, al contrario, pero ninguna de las dos era muy comunicativa si no había necesidad de serlo. Dejé mis cosas en mi cama y noté que mi hermana menor se había adueñado de mi habitación, llenándola de sus cosas como si ya fuera suyo el espacio. No le presté mucha atención; después de todo, ya no vivía allí permanentemente y la idea de reclamar un territorio que ya no me pertenecía me parecía innecesaria.

Decidí ir a casa de mi cuñada para ver a mi sobrina, que tenía alrededor de cinco años. Verla siempre era un alivio, un recordatorio de que aún había cosas simples que podían hacerme sonreír, aunque fuera por un momento.

—¡Hola! —exclamé cuando la vi, su pequeña figura corriendo hacia mí con los brazos abiertos.

—¡Tía! —respondió ella, abrazándome con fuerza, como si no nos hubiéramos visto en años, aunque no había pasado tanto tiempo realmente.

—Hola tú —saludé a mi cuñada con un falso desprecio, a lo que ella respondió con una sonrisa irónica, cómplice de la broma que siempre compartimos.

—¿No tienes ningún chisme? —pregunté, sabiendo que siempre tenía algo interesante que contar, algo que me sacara de mi propio universo por un rato.

—No —respondió ella—. Lo de siempre. Mi vecina sigue peleando con su esposo todos los días, y tu primo sigue igual de lento que siempre.

Ella no era realmente mi cuñada, pero como había crecido junto a mi primo y mi hermano mayor, la consideraba como tal una parte integral de la familia.

—¿Y para qué vine aquí entonces? —Pregunté —Donde vivo ahora no se mueve ni una hoja; todo es tan correcto y aburrido —me dejé caer en un asiento, sintiendo el peso de la monotonía en mis hombros. —Por cierto, ¿qué vamos a cenar hoy? —pregunté divertida, retomando nuestra habitual broma sobre lo mucho que detestábamos cocinar.

Era una broma recurrente; ninguna de las dos disfrutaba cocinar, y ambas lo hacíamos más por obligación que por gusto.

Antes de que el Sol Toque el HorizonteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora