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Más de una década después, yo iba para Guate cuando, subiéndome al avión, me crucé con su sonrisa.

Supuse que no me había reconocido porque se mantuvo muy profesional dentro del papel plástico y condescendiente de sobrecargo, por lo que me dirigí a mi asiento sin decirle nada.

–Sí sos vos, ¿verdad? –se acercó después y me entregó el menú de bebidas.

Pensé que la pregunta, así como la había formulado, habría salido muy mal si yo no hubiera sido yo.

–Sí, Bea, soy yo.

–¿Un Zacapita? –se inclinó sobre el respaldo del asiento delantero para hablarme bajito.

–Mejor un agua –le dije sonriendo.

Me llevó una Fanta. De alguna manera se sintió bien que todavía se acordara de mis gustos.

Antes de aterrizar, se acercó y me dijo que tenía ganas de hablar conmigo.

–Vos sabés –sonrió, el lunar escondiéndosele por ahí–, para ponernos al día.

Le dije que sí porque ya el episodio del Gallo se me había olvidado y, a decir verdad, en algún momento me había dado cuenta de que el enojo había sido más bien frustración porque lo mío con ella (lo que sea que había sido) había tenido fecha de caducidad por demasiadas razones. Además, ni el país ni ella ni yo habíamos estado listos para una relación descarada entre dos personas del mismo sexo.

A la salida me tendió la mano y, en el acto, me pasó un papelito como solía hacerlo cuando estudiábamos juntas. Me decía que tenía que volar a la mañana siguiente, pero que, por reglamento del trabajo, se hospedaba en la Zona 10; podíamos vernos por la tarde o la noche. Había anotado, además, su número de teléfono.

Estaba haciendo la fila para pasar por migración cuando decidí escribirle antes de que uno de los chontes, enfermitos de poder, se me acercara para exigirme que guardara el celular.

Mi mamá me abrazó como si genuinamente creyera que estaba triste.

Una semana antes me había llamado para decirme que el Coronel se había comunicado con ella para decirle que estaba ingresado en el Militar. Como no pareció obtener una respuesta decente de mi parte, me dijo que estaba grave, muy grave, fast tot; que no era uno de esos episodios de drama en exceso en los que solo creía que se estaba muriendo: la primera vez había sido por una intoxicación etílica, marca Botrán; la segunda, por una diarrea que resultó ser amebiasis.

Me enteré de que se había palmado en lo que hacía escala en Los Ángeles y, aunque no me había afectado, la sonrisa de Bea me hubiera aliviado cualquier malestar en caso de que sí.


Dormí algunas horas.

A las diez en punto, mi mamá me dejó en la puerta de los Funerales Reforma de la Zona 9. Mis tías, muertas en llanto, me abrazaron las tres al mismo tiempo; me dijeron que estaba muy grande y que me veían bien (y qué bueno porque si no de nada les servían esos lentes gruesísimos que tenían); que el Coronel les había dicho que estaba muy orgulloso de mí y que estaban seguras de que me sonreía desde el cielo. La imagen de él haciendo eso se me hizo muy macabra.

Por la manera en la que hablaban de él, supuse que nunca les dijo que no se había hecho cargo de nada (porque lo único que me había "pagado" habían sido algunos años en el Liceo Español, con un crédito que había salido a nombre de mi mamá, y que lo más probable era que el funeral había corrido por cuenta del paquete que el Opa le había comprado a mi mamá cuando ella y él todavía estaban juntos, porque si no todo eso habría pasado en Xela y no en la Zona 9), pero logré descomponerme la cara en una mueca de dolor emocional hasta que me exprimí algunas lágrimas.

Huevos TibiosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora