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A finales de abril, cuando ya uno de los abogados del despacho del Opa concluyó con la investigación, me enteré de que mis tías eran peor de lo que pensaba.

Eran unas verdaderas hijas de puta: los localitos de Panajachel dejaban, como mucho, 1 500Q de alquiler entre los dos; la casa era demasiado cara para los estándares de Xela, lo que la convertía en un inmueble prácticamente invendible; y las fincas, por el contrario, las habían valuado en tres y cuatro y medio millones respectivamente porque, sorpresa, cultivaban cruce de Pacas y Maragogipe Rojo.

–¿Qué querés hacer? –me preguntó Juanjo, el abogado que llevaba las cosas.

Le dije que lo iba a pensar.

El cerebro no me estaba dando para mucho porque, a partir de que había empezado la expansión del proceso implementado en Leipzig el año anterior a los otros centros de procesamiento del país, había estado metiendo casi setenta horas semanales en el trabajo. Había días en los que ni siquiera cenaba y me iba a la cama, directo a llamar a Bea para dormir con ella; había sábados en los que no tenía ni ganas ni fuerzas para ir a remar, y solo me levantaba porque tenía que ir al REWE a abastecerme de comida para la semana; los domingos, y solo si Jan se ofrecía a pasar por mí, aceptaba ir por un Menü 1 de la Türkerei para después ir al Babel por unas cervezas o al Smols por unos cocteles.

Pero esa noche, cuando colgué con Juanjo, no supe cómo lidiar con todo lo que ahora sabía y me desquité con lo que tenía en la mano.

Ante la imposibilidad de que un celular sobreviviera un golpe como ese, lo di por muerto.

Fui a la refri por una Paulaner y, al darme cuenta de que las que había comprado eran sin alcohol, empecé a llorar. Supuse que era una mezcla de todo: el estrés en el trabajo, los chanchullos de mis tías, lo de la cerveza... y ahora, sin teléfono, ¿cómo iba a hablar con Bea?

Hice un berrinche como pocos (no me da pena aceptarlo) en el que pataleé y temblé del empute clínico; pero, una vez me lo saqué del sistema, me serví un Zacapita y las cosas empezaron a mejorar.

Ya con la cabeza más fría, agarré la laptop y, antes de escribirle a Bea para decirle que había asesinado a mi teléfono, me metí a Apple para pedir uno nuevo. Me frustró saber que lo mejor que podía hacer la empresa para la que trabajaba era hacérmelo llegar el martes de la siguiente semana (estábamos a viernes por la noche), pero, si ponía la orden y la recogía en la tienda, podía levantarme temprano para subir a Köln a la mañana siguiente.

Estaba pensando en el conflicto ético en el que me vería envuelta por usar el teléfono del trabajo para comunicarme con Bea cuando mi celular dio señales de vida con una llamada suya.

–Hola –me saludó sonriente, como siempre, y acabó con todos mis males.

Después de hacer media catarsis, me insistió en que hiciera los rituales nocturnos y me fuera a la cama con ella.

–¿Querés que vaya? Porque todavía no estoy en finales y puedo no ir a clase, pues.

Le dije que no, que no hacía falta, y le saqué plática por otro lado, argumentando que necesitaba saber todo sobre sus últimas dos semanas.

Me contó que había visto a Federico (su papá) porque había llegado a Barcelona para una conferencia de trabajo y había hecho un tiempo para ir a visitarla a Madrid un par de días. A lo mejor lo hizo porque estaba tratando el tema con Cristina (o quizá fue por simple curiosidad) que se había animado a preguntarle, después de tantos años, por qué se había separado de Beatriz y, en el acto, por qué se había desentendido de ella.

Él le reconoció que la cagada principal había sido suya porque le había quemado el rancho a Beatriz con no sé quién, pero que, aunque supuestamente lo había perdonado (quizá por el qué dirán), con lo que Beatriz no había podido había sido con la idea de tener que mudarse a Singapur (¡a Singapur!) cuando a él le ofrecieron el trabajo allá a principios de los noventa.

Huevos TibiosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora