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Estaba leyendo la evaluación de rendimiento de la división de África cuando el teléfono vibró sobre mi escritorio.

Stormur, como si fuera con él, se paró en dos patas y se apoyó de mi rodilla; movía la colita.

Era mi mamá.

No decía nada, solo me mandaba una serie de pantallazos.

Para no hacer esto muy largo, lo que deben saber es lo siguiente: a dos semanas del evento, la Prensa Libre le había dedicado cuatro páginas enteras a los resultados de una investigación como ninguna otra.

A manera de crónica, señalaban que se había logrado controlar el incendio hasta tres días después de iniciado; el peritaje había concluido que se trataba de un incendio Clase B, de tipo intencionado, y que el origen se encontraba en la casa comunal de la Cooperativa Ximalma, ubicada en tales y tales coordenadas dentro del departamento de Huehuetenango.

Y ahí, en la segunda página del asunto, había una foto con cinco personas esposadas.

De esas cinco, reconocía a dos: Agustín Duarte y Vinicio Morales Guillén.

De los otros tres, según la Prensa Libre, dos eran socios de Agustín, Simón Polanco y Pedro Villegas; y la otra era Adela Mazariegos, la activista-periodista a la que según Juanjo estaban preparando los de Semilla para proponerla para la candidatura.

Un diputado de la oposición alegaba que la inacción temporal del gobierno había sido a propósito; otro, que la corrupción había impedido una respuesta rápida y efectiva; un tercero, que los siete fallecidos y los cientos de afectados eran responsabilidad del presidente y su gabinete. Una diputada del partido en el poder (o mejor dicho en los tres poderes) reconocía la ineptitud de sus colegas, pero que era por eso que iba a impulsar un proyecto en el que se buscara restaurar y compensar las vidas de las víctimas (no me sorprendía que fuera una de las posibles opciones para lanzarse a la candidatura en enero del siguiente año).

De todo eso me quedé con una tan sola cosa: mi primo, el hijo mayor de mi tía Celeste, era un criminal, y uno muy malo (en el sentido de pendejo) porque lo habían cachado; ¿qué hubiera pensado el Coronel de una vergüenza pública como esa?

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Tamara me preguntó si ya había pensado qué hacer con el montón de monedas que me debía.

Lo había pensado, pero todavía no había tomado una decisión.

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Abrí la puerta.

La Perestroika me saludó.

Tenía un rato ya de estar esperando a Bea (porque, por lo general, llegaba antes que yo), y le había escrito para saber si iba a tardarse, pero no le había contestado; ni siquiera había visto el mensaje.

–No, Bea está en Köln. Fue a hacer algo de la maestría –le dije–. ¿Qué pasó?

Me dijo que no era nada en realidad, que solo había llegado para devolvernos las llaves del apartamento porque ya había terminado de mudarse al suyo.

–Y, nada, darte las gracias, pues –me sonrió–, por aguantarme tanto tiempo.

Cuando se fue, no sé qué me afectó más, si el hecho de que Stormur se quedó llorando por ella o que, sin ella (y dada la ausencia de Bea), el apartamento se sentía vacío.

Se me revolvió el estómago de tan solo pensar que así serían las tardes cuando llegara del trabajo y Bea no estuviera.

Me acosté en la cama a releer lo que me había mandado mi mamá.

Huevos TibiosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora