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Había tenido un día excelente: todo me había salido como había querido.

Con la incidencia que había habido en Leipzig, se logró proponer un plan de optimización que les hizo el trabajo tres veces más fácil a los de Compliance y cinco veces más rápido a los de Transportation and Distribution.

Como a Thorsten eso de la Effizienz y de la Prozessoptimierung le subía los KPIs, habló con Uwe (su jefe) y Anja (la de Compensations and Benefits) para justificar que una fracción del dinero que se iban a ahorrar al año lo pusieran en función mía y del equipo con el que trabajaba, o sea, que a mí me dieran un aumento y al resto una bonificación. Uwe lo consultó con su jefe (un pez gordísimo en todos los sentidos), y supongo que el viejo, aunque en un principio quiso ponerme una amonestación por andarme metiendo en pendejadas que no me tenían que importar (como en el departamento de R&D), al ver las cifras, lo único que oyó fue kaching.

Me acababan de decir tres cosas: la primera, que me tomara el resto de la semana porque me lo había ganado (había estado poniendo casi sesenta horas en el reloj) y que no me iba a restar ningún día de vacación acumulada hasta ese entonces; la segunda, que me habían dado un aumento bastante generoso; y, la tercera, que en algún momento de la siguiente semana llegaría alguien de la Rechtsabteilung, junto con Anja, para que, con la idea de implementarlo en otras estaciones como Stuttgart y Hamburg, negociáramos los términos del proceso porque ahí había algo de propiedad intelectual. Quiero aclarar que lo que hice no tiene nada de parecido con la invención del cero o de la rueda.

Consideré dos opciones: pasar panza arriba hasta el lunes siguiente o madrugar para alcanzar la conexión a Düsseldorf y meterme en el primer vuelo a Madrid.

Ya estaba metiendo los datos de mi cuenta de PayPal cuando vi que en una de las bancas del otro lado de la Kurt-Schumacher estaba Bea, muy en lo suyo, con audífonos en las orejas, un libro en cada mano y otro sobre las piernas.

Me senté a la par suya y saqué la cajetilla con el horrible pulmón negro encima. Me miró, me sonrió, y me pidió un minuto; estaba en una llamada y discutía con alguien más sobre las traducciones al inglés y al alemán que se le habían hecho al Título II de la Constitución Española. Cuando se quedaba callada para oír a la persona al otro lado de la línea, le ponía el cigarro en la boca para que se diera gusto.

–Ya, ahora sí –se arrancó los audífonos y me dio un beso en el cachete.

–¿Llevás mucho tiempo esperándome?

Bea se negó con la cabeza, cerró los libros y se paró.

–Porfa, vámonos a la casa.

Le hice caso.

Había lavado los tres vasos sucios que había dejado en la mañana, había oscilado las ventanas para que corriera un poco el aire, había cambiado las sábanas y había metido mi ropa oscura a la lavadora. Antes de que pudiera agradecérselo, dejé que me llevara a la cama.


Estábamos tan cerca que no había necesidad de hablar ni siquiera a volumen normal; hablaba era como si me diera un montón de besos chiquititos.

–Mi mamá está arreglando los papeles para venirse para España.

–¿España o Madrid?

–Ella dice que España, pero como es bien no-sé-cómo no creo que se vaya a otro lugar que no sea Madrid, ¿sabés? Porque, aunque sus abuelos no eran de ahí, es la capital.

–¿Y vos cómo estás con eso?

–Yo, la verdad, no quiero –se rio–. Hace tanto que no vivo con ella que ya se me hace... no sé, ¿sabés? Viendo cómo eran las cosas antes de que me echara de la casa, porque no fue que yo me fui, sino que ella me echó, ¿sabés? No sé, me da miedo que quiera venir a controlarme o algo así, a darme consejos que no he pedido, a criticar mis decisiones... todo eso, pues. Me estresa.

Huevos TibiosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora