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Para cuando me mudé a Bonn, Bea ya llevaba un semestre viviendo en Madrid-Madrid.

Se había cambiado de universidad y estaba trabajando en una agencia de servicios de traducción e interpretación.

Una vez me establecí, llegó a estarse conmigo todo el verano.

Quería practicar el idioma porque le parecía que no era suficiente con las clases que recibía en la carrera y sabía que la traducción alemán-inglés o alemán-español siempre dejaba más pisto que la de inglés-español. En eso tenía razón, porque en la empresa teníamos varios equipos de traductores, enfocados en procesos, que no ganaban lo mismo; los que traducían al mandarín y al árabe eran los mejor pagados.

De todas maneras, cuando supe que venía, le regalé un curso intensivo de ochenta horas.


Desde que llegó, me acompañó todas las mañanas caminando hasta la oficina (no quedaba lejos) y luego, dependiendo de si tenía clase o trabajo, se iba al centro o se regresaba al apartamento.

Los primeros días (casi una semana) nos enfocamos en recuperar el tiempo que nuestros cuerpos se habían extrañado.

Ya después, cuando sentimos que lo habíamos logrado, nos empezamos a comunicar más con la voz.

–Mi jefe de área está organizando un día en familia para el viernes –le dije un lunes por la noche en lo que lavaba los platos–. Con el calor que está haciendo, anda buscando cualquier excusa para salir del edificio.

–Gracias por avisarme.

–No te estoy avisando. Te estoy invitando –sentí cómo se me calentaban la cara y el cuello–. Pero solo si querés venir, pues, porque mis compañeros van a llevar a sus parejas y a sus hijos y hasta al perro si es que tienen uno... y, pues, yo aquí no tengo a nadie más que a vos, ¿verdad?

–Sho –se rio y me abrazó por la espalda–. Contame más, ¿querés?

Le dije que íbamos a trabajar solo tres o cuatro horas, dependiendo de lo que se hubiera cargado al sistema durante la noche y de lo que hubiera que resolver o delegar en el momento, pero que, a eso de las doce, íbamos a salir para el otro lado del río. Ahí había una especie de playita donde nos podíamos bañar si queríamos y un área en donde también se podía grillear, porque eso les emocionaba un montón; como tres personas se habían ofrecido a prestar sus parrillas con la condición de que las logistische Maßnahmen necesarias corrieran por cuenta de la empresa.

–Tendríamos que llevar lo que queremos comer, y también de tomar, en caso de que no querramos cerveza.


Bea me abrió la puerta del apartamento.

Lo único que le faltaba era ponerse las sandalias, pero lista ya estaba.

En lo que me decía qué era lo que había comprado para comer, me empecé a desvestir tan rápido como pude.

La verdad es que no le estaba poniendo mucha atención porque le estaba dando vueltas a una incidencia un poco extraña que se había reportado en el sistema; no sabía ni siquiera cómo empezar a abordarla, especialmente porque parecía como si sí o sí iba a tener que ir al aeropuerto de Leipzig a investigar más a fondo. Y yo no quería hacer eso, al menos no mientras ella estuviera ahí.

–Calmate, ¿querés? –me agarró por los hombros–. Respirá, por favor.

Le hice caso.

–Otra vez –sonrió, el lunar escondiéndosele por ahí–. Una vez más, haceme el favor.

Huevos TibiosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora