El nivel de descaro durante la reunión con Dr. Kwiatek y el COO me dio asco.
Era bastante obvio que necesitaban que lo que me había pasado explotara de tal manera que el CEO autorizara el despido de Kubicki.
Pero si ellos lo habían contratado, ¿por qué tenía yo que ayudarlos a despedirlo?
Me repetí que no iba a hacerles el trabajo sucio.
Ah, es que me ofrecieron el trabajo de regreso si "hacía valer mis derechos".
Me rehusé.
Dr. Kwiatek se me quedó mirando y me pidió que me acordara de lo que habíamos hablado en Berlín el año anterior, que fuera razonable y no me dejara llevar por los arrebatos de un hombre (lo dijo con tono de hermanamiento feminista o algo así), que no cediera ante mi propio ego herido y dejara el capricho a un lado.
Boris Jentzsch se encargó entonces del asunto, informándoles que no se trataba de algo tan pendejo como unas palabritas que no me habían gustado, sino que se trataba de acoso laboral sistemático por tales, tales y tales razones; pruebas impresas en mano. Por pura dignidad humana, dijo, nadie estaba obligado a soportar ese tipo de comentarios, actitudes y tratos injustos.
Mi decisión de no dejarme seducir por nada de lo que me ofrecieron fue firme.
Dr. Kwiatek, que al final entendió que ella y yo no éramos iguales porque yo no estaba dispuesta a aguantar tanto palo innecesario por un trabajo (siempre me fue bastante obvio que era ella quien quería llegar a lo más alto de la cima ejecutiva), me dio una muestra de respeto al no enviarme a mi oficina con una escolta de seguridad, sino en compañía de Tina para ahorrarme la humillación pública.
La oí disculparse una y otra, y otra, y otra vez, mientras recolectaba las pocas cosas que en realidad me importaban: las fotos que tenía con Bea, el guanaco de felpa y el botón que emitía el balido de cabra.
No tuve palabras para despedirme de nadie, pero quiero creer que todo quedó claro desde el momento en el que le entregué a Erika el botón.
En el piso de HR, a tres puertas de donde el cerote de Kubicki se quedaría trabajando hasta que Dr. Kwiatek encontrara la manera de deshacerse de él, hice entrega oficial de todo lo que le pertenecía a DPAD-GEL: laptop, teléfono, credenciales, llaves, tarjetas de presentación, terminales de almacenamiento, máquina de tokens y el walkie-talkie que habían inventado darnos tres meses antes.
Thorsten hizo acto de presencia. Dijo que solo había una manera de hacer las cosas (bien): él, que me había contratado, quería ser quien me liberara. No lo dijo así de crudo.
Tina, como cosa rara, me abrazó para despedirse y, al oído, me dijo que no hiciera lo mismo de Heike Wiese hacía un par de años, porque, si bien la compensación era muy atractiva, demandar a un monstruo corporativo como ese tenía consecuencias vitalicias y yo estaba demasiado joven como para que se me cagara el futuro laboral.
Cuánto tercer mundo, cuarto quizá.
Thorsten dijo que había decidido llevar a die Roswita a Costa Rica porque se había acordado de mi mamá, cuando le dijo que ella no cambiaba Tulemar por nada.
Quería escalar el Poás, hacer caminatas por la selva hasta llegar a esas cascadas y a esos lagos y ríos que nada conocían del desarrollo urbanístico occidental, ir a Isla Tortuga para sentirse como en Jurassic Park, comer frutas tropicales muy frescas, navegar por los manglares y echarse a tomar el sol en una de esas playas paradisiacas de las fotos.
Me invitó a un último café mit ˈnem Schuss Milch y se sentó conmigo en la banca del otro lado de la calle.
Prendió un cigarro.
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Huevos Tibios
عاطفية"Huevos Tibios" es la historia de una amistad de toda la vida entre dos mujeres cuyas vidas se cruzan y se separan por mano ajena en los momentos más esperados. La narradora, cuyo nombre nunca se da a conocer, reconstruye, a través de episodios dulc...