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De esa conversación me acordé justo en el momento en el que, un par de semanas después, Bea se enrolló contra mí para protegerse un poco del aire acondicionado de mi cuarto.

Las hormonas me empujaron a decírselo, a proponérselo, pero, cuando por fin creí estar lista para hacerlo, ella ya se había dormido.

Sentí una mezcla de alivio y frustración que me duró algunas horas.

Se me había empezado a pasar para la tercera cerveza cuando, en eso, llegaron Lars y Coline de la mano, diciendo que se acababan de comprometer.

Erika, Jan y Bea hicieron el escándalo esperado: gritaron sus felicitaciones, brindaron, destaparon más cervezas, miraron el anillo y lo elogiaron. Yo hice lo mismo: seguí los patrones sociales, aunque sin tanta efusividad, porque me preguntaba cómo mierda esos dos podían aventarse de cabeza tan rápido si se habían conocido hacía tan solo algunos meses.

Todo había salido porque, en efecto, estaban enculados en puta. Por eso, sí, y también porque a Coline le habían dado una plaza en el Telekom, de manera que se iba a mudar a Bonn. No entendía la correlación entre el estado y el evento, mucho menos lo que de ahí había resultado. No me malinterpreten: más que juzgarlos, me daban envidia.

Coline empezó a hablar de los preparativos, de cómo tenían que contemplar el hecho de que él era de Regensburg y ella de Liège; de cómo le gustaría que fuera su vestido y todas esas cosas. Pensé, entonces, que casarse era complicado porque, a decir verdad, yo no había considerado nada de eso, mucho menos en la logística de saber que, después de haber estado en Guate, lo obvio era invitar a gente como Cabrera, por ejemplo, y que a lo mejor el papá de Bea iba a querer llegar. ¿Cuánto se tardaba uno en llegar de Singapur a Bonn? ¿Me casaría en Bonn o en dónde?

En eso, la conversación se desvió hacia los prospectos matrimoniales de Erika y Jan, que ella decía que no tenía prisa y él que primero debía conseguirse un novio. Eventualmente, la atención se centró en Bea y en mí. Había cierta cantidad de malicia en la pregunta, una de esas presiones imprudentes que se aseveraban con una mirada, como si ponernos en una situación incómoda fuera chistoso.

Maleadísima, con la propuesta que se me había trabado a media laringe hacía rato, contesté que lo haría al día siguiente si pudiera. Bea se deshizo en una carcajada que reconocí como una de nerviosismo que siempre había precedido a la acusación de que era yo una "huevos tibios".

En español, Bea me dijo que brindaba por eso y chocó su cerveza contra la mía.

No supe cómo interpretarla.


Los acompañé a la calle.

Coline había tomado de más y arrastraba las palabras, pero eso no le impedía insistirle a Lars en que yo vivía en una traumhafte Wohnung, una como en la que a ella le gustaría hacer su vida en Bonn una vez empezara en el Telekom.

Bea estaba terminando de cargar el lavaplatos cuando regresé. Me le quedé mirando, como esperando a que me acusara de ser una huevos tibios, pero no me dijo nada.

-Solo falta limpiar la mesa -me alcanzó el papel toalla y el Bref.

Estaría mintiendo si no admito que me hizo falta ser "insultada".


En la cama, ya listas para dormir, le pregunté si estaba enojada.

-No, enojada no estoy. Estoy cagada del susto más bien -me dijo.

-¿Por qué?

-Porque no estoy lista -se enrolló contra mí, anticipándose al frío del aire acondicionado.

Menos mal no le había dicho nada por la tarde.

-¿Me vas a avisar si algún día estás lista?

-Ja, Schatz, das tue ich -se rio.

Huevos TibiosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora