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Dejar a Bea en la cama me dejó un sabor amargo porque sabía que el futuro próximo me iba a negar esos pequeños placeres.

Mi mamá se despidió de Juanjo en la puerta principal y yo lo acompañé hasta la estación de Ollenhauerstraße para que tomara el STR66, que lo iba a llevar a Siegburg.

Gleis sechs, um halb neun –le dije y le entregué el boleto impreso.

Juanjo asintió y lo guardó en una de las bolsas del abrigo.

Luego se me quedó mirando sin saber qué decir, sin saber cómo matar los tres minutos que quedaban entre ese momento y el segundo en el que se abrieran las puertas del Straßenbahn.

–Mirá, Juanjo –suspiré–, si vos de veras querés a mi mamá, querela como necesita y merece que la quieran.

El cuate se puso más blanco de lo que ya era.

–Vos a mí me caés súper bien; no me dan náuseas cada vez que te veo cerca de ella. Supongo que es algo bueno porque significa que estoy dispuesta a compartirla con vos, que confío en que vas a hacer las cosas bien.

Una sonrisa se asomó por entre la sombra de una barba de dos días.

–Lo que no te perdonaría, entre otras cosas, es saber que mi mamá es otra mujer que finge orgasmos solo para que un hombre no se sienta menos.

Creo que no vomitó solo porque no había desayunado nada todavía.

–Si mi mamá nunca entra en esa estadística, yo voy a ser la primera persona que abogue por vos.

Él asintió.

–Dejá que pase un tiempo –le dije–, meses, de ser posible. Y un día, cuando ya sepás cómo decirle que verla feliz te hace feliz a vos también, decile que se vayan a Tulemar. Estando allá, cuando ya te hayás armado de valor, decile que sos un hombre que no ha tenido ni va a tener suficiente vida para entender por qué quiere y necesita las cosas que quiere y necesita; que, aunque sabés que ella no cree en eso, vos a tu manera sí, y que para vos el matrimonio no es ni un pacto legal ni uno espiritual, sino tu forma de decirle que no sabés qué existe después del te amo.

Juanjo, con el entrecejo fruncido, pareció tomar nota mental de lo que había salido de mi boca sin siquiera yo saber cómo ni por qué.

–No puedo quitarte las palabras que va a oír la Bea en algún momento –me puso la mano en el hombro.

–De un incomprendido a otro –volteé hacia un lado, viendo que el tren se aproximaba–, te las regalo.

Él asintió en silencio y me abrazó.

–La Lula no va a ser parte de una estadística –me dijo al oído.

Me dejó ir.

Se agachó y le rascó la cabeza a Stormur.

Se metió en el tren.

Me dijo adiós con la mano.

Margrit Reichel, la representante de TAM que habían designado para la ocasión, no veía propósito en que a los candidatos les diera una prueba práctica, ¿qué les iba a evaluar o qué? ¿Que supieran encender la computadora?

Si no lo hubiera dicho con ese tono tan despectivo, como si ser asistente no fuera un trabajo con sus propias complejidades, quizá no me habría encabronado tanto.

De manera muy diplomática, argumenté que no aplicar un ejercicio práctico era establecer que la experiencia no era importante, es decir, cualquier persona que supiera encender una computadora era adecuada; en ese caso, ¿para qué conducir entrevistas? Si tan poco esperaban de alguien, podían, de hecho, escoger al azar y no habría ninguna diferencia.

Huevos TibiosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora