Me dijo que nada iba a pasarle al perro por quedarse un par de horas solo.
Pero mis nervios nada tenían que ver con la posibilidad de que meara la alfombra del baño; mis nervios se debían a la razón por la cual íbamos a Kamekestraße.
Aunque ya había preparado una excusa, sentí un poco de alivio cuando no preguntó por qué llevaba un maletín; había pensado en argumentar que era ropa de mi mamá, algo que no llegaba a ser tal cual una mentira porque ahí había metido la blusa que me había pedido la noche anterior.
Tomamos el RB26.
Sacó lo que le había regalado el Nojodaa para su cumpleaños (un libro cuya portada me acordaba a aquellos dorados días en el Golden Village) y, antes de perderse entre las letras, se apoyó en mi hombro, pero los asientos del Regio eran tan incómodos para eso que (¡qué mala suerte!) tuve que abrazarla.
En lugar de sumergirme en las notificaciones que tenía del trabajo, me entretuve espiando su lectura.
"A veces miraba a los héteros, a todos aquellos que tenían tantos hijos y tantas responsabilidades, y me daba un poco de envidia: había algo parecido a estabilidad, a rutina. Estructura, algo predecible, sustento. Ellos debían madurar, incluso a la fuerza, incluso mintiéndose o forzando procesos. Ser gay no era fácil, pero teníamos una bendición. O varias. El humor, el no tener que madurar del todo, el ser de alguna manera un adolescente eterno y poder experimentar y cambiar y partir de nuevo o rearmarse y huevear y bailar si se quiere, vivir sin rendirle cuentas a nadie. No todos podían, no todos querían, pero incluso en aquellos que querían casarse y criar hijos y tener una vida más heteronormativa yo veía o quería ver una suerte de rebeldía, de sangre caliente, de no querer hacer lo que hace todo el mundo. Y esa carta blanca, esa posibilidad de no crecer del todo, de ser más libre que el resto, era claramente algo que Dios nos había dado a cambio de los malos ratos y dudas por las que nos hizo y aún nos hace pasar".
Me dio miedo preguntar si era un libro de ficción o uno de autoayuda.
No protestó ni hizo comentario alguno por cómo nos bajamos en Köln West y no en Hbf.
Afuera hacía un frío de la ultragranputa. Aun así, Bea optó por no ponerse el guante izquierdo para agarrarme de la mano.
Aunque el plan era que iba a llamar a mi mamá cuando ya estuviéramos cerca, vi, una cuadra antes, que estaba afuera del edificio, fumándose el cigarro de media mañana.
Nos saludó con una sonrisa y, antes de que le dijera que le había llevado la blusa, dijo que, en lo que nosotras nos ocupábamos en lo nuestro, ella iba a ir al Globetrotter a comprarse unos tenis para correr y ropa más caliente para el frío.
–¿Nos vemos por ahí para almorzar? –dijo Bea un poco confundida.
–Solo me dicen dónde, va-áh –asintió mi mamá mientras me entregaba las llaves del apartamento.
Ya se iba cuando la detuve para darle el chip que había conseguido el día anterior.
–¿Tu mamá ya no se va a quedar con nosotras? –preguntó como preocupada en lo que abría la puerta.
–No, sí –sonreí y la invité a pasar.
El teléfono personal me sonó cuando subíamos al primer piso. Ignoré la llamada porque lo que fuera que necesitara mi atención podía esperar cinco minutos a que le explicara a Bea qué era lo que estábamos haciendo ahí.
Sonó otra vez cuando estaba abriendo la puerta del apartamento. Vi que era Erika. Si no lo había hecho por el otro teléfono, no debía ser nada muy importante.
ESTÁS LEYENDO
Huevos Tibios
Romance"Huevos Tibios" es la historia de una amistad de toda la vida entre dos mujeres cuyas vidas se cruzan y se separan por mano ajena en los momentos más esperados. La narradora, cuyo nombre nunca se da a conocer, reconstruye, a través de episodios dulc...