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Mi mamá, como cosa rara (no es sarcasmo), había cambiado de parecer casi a último momento: había decidido que no le gustaba cómo le quedaba el jumpsuit porque, quizá por el lino, no solo le ensanchaba la cintura, sino que le cuadratizaba tanto la cadera como el busto.

Por eso se había ido a meter a todas las tiendas de ropa formal que conocía en la ciudad; para su desgracia, como acababa de pasar el período de graduaciones, estaban prácticamente barridos y solo quedaban los diseños más... o sea, había un conjunto color celeste bandera, pero brillante. Horrible.

No le quedó más opción que hacer eso que había querido evitar: visitar las tiendas de vestidos de novia.

Le molestaba la reacción de la gente cuando decía que buscaba algo para ella y no para mí (Bea no andaba con nosotras porque Ximena ya había entrado en labor de parto); más allá de la sonrisa, era la pregunta de si era su primera boda, o la insistencia de que el color debía ser blanco o marfil, o algo ultraconservador por la edad. Por eso, para la tercera tienda, dijimos que buscaba algo para the mother of the bride, siendo yo esa bride.

Tampoco funcionó y, por eso, terminamos en Oakland con la fe puesta en dos tiendas específicas, pero en Purificación el vestido más aceptable, pero no por eso satisfactorio, le quedaba grande; y en Adolfo la moda era para gente que no se había dado cuenta de que el calor del verano estaba muy hijueputa.

Decidió tomarse un descanso porque ya tenía hambre y la frustración la estaba empujando a resignarse al plan original. Como la fila para obtener una mesa en Emiliano era demasiado larga, terminamos en Saúl almorzando hamburguesas.

Para cuando Bea avisó que la nena de Ximena ya había nacido, mi mamá había entrado en un estado de tal decepción que, porque no podía ser peor que el resto, entró en Pedro del Hierro para llevarse la grata sorpresa de que le conocía el gusto y le había atinado a la necesidad; como el color, ligeramente rosado, no distaba mucho del original, no hubo necesidad de buscar otro par de zapatos.

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Antes de ir a sentarme entre Bea y Aurora, me acerqué al notario para entregarle la caja con los anillos.

Incluso si el Opa hubiera estado vivo, no habría habido tales de caminar por el pasillo, entre la gente, para entregarle su única hija a Juanjo. Por eso no me sorprendió que, pocos minutos después, se colaron mano en mano por un costado para llegar a donde estaba Sergio Peralta, uno de los mejores amigos de Juanjo (abogado también de Stratega) y el cuate que había prometido decirlo y hacerlo todo en no más de veinte minutos. Quizá era una transgresión imperdonable de la ceremonia, pero era algo insignificante y que poco tenía que ver en la salud y la duración del matrimonio en sí (supuse).

El hecho de que mi mamá no se estaba casando de blanco o de vestido (como si eso hiciera la diferencia) no importó nada porque lo que incomodó a la gente, o al menos eso fue lo que pude percibir, fue, primero, que había tenido el atrevimiento de subirse a unos tacones que la hacían ver más alta que Juanjo; segundo, que Juanjo, el abogado que siempre andaba lustrosamente serio y elegante, había decidido prescindir de la corbata.

Cuando Peralta comenzó con el discurso solemne que quizá se exigía por ley, Bea me apretó de la mano; le contesté con una sonrisa. Para mí fue un momento surrealista ver a mi mamá, siempre tan pragmática y enfocada en todo menos en la frivolidad del matrimonio, intercambiar promesas pequeñas (pero factibles) con un hombre cuya existencia en su vida me precedía. Ella le prometió dejarlo ver deportes en el televisor grande, respetar sus intensas sesiones de lectura del periódico o de inmersión en podcasts de economía y política, y oír sus historias y sus chistes (incluso cuando las primeras ya las hubiera contado y los segundos no dieran risa); él, por su parte, prometió no guardar los libros que dejaba regados por todas partes porque sabía que sus lecturas eran más que nada espontáneas, respetar sus momentos de silencio cuando los necesitara, y esmerarse por nunca convertirla en parte de una estadística sobre por qué las mujeres se sentían miserables en el matrimonio (ambicioso).

Huevos TibiosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora