Abracé a Maxi como si tuviera años de no verlo; como si supiera que pasarían mil décadas antes de volverlo a ver.
Lo solté en cuanto sentí que se me cerraba la garganta y me dejé envolver por Cabrera.
–Avisame cuando llegués en el verano –me dijo al oído–. Es una orden.
Aunque yo no tomaba órdenes prácticamente de nadie, asentí.
Martín, en un tono quizá ceremonioso, se despidió con un agradecimiento porque lo había pasado bien.
Paula Maldonado, Luisa y la Perestroika lloraban como si no supieran que se juntarían de nuevo a mediados de febrero; ya habían comprado boletos de avión y habían reservado un apartahotel en Menorca.
Bea terminó de despedirse de Martín y el chucho de Cabrera.
Desde "el nave", Maxi se llevó el dedo a la punta de la nariz y se dio dos golpes.
El chucho se quedó llorando.
La Perestroika se retiró a la Simone-Veil porque estaba esperando visita del holandés, que le había avisado que ya iba por Duisburg. Bea aprovechó que ella ya iba en dirección a Hbf para irse a meter otra vez al Cˈest La Vie y poder seguir trabajando en lo que necesitaba terminar de la maestría.
Para que todo fuera más rápido, Juanjo y mi mamá se ofrecieron a ayudar; él se encargó de los baños y mi mamá del piso y la cocina. Yo cambié ropa de cama y me puse a limpiar la sala y los muebles.
Para que todo eso funcionara mejor, o se mantuviera por más tiempo, aproveché el impulso para bañar al perro, cortarle y limarle las garras, y cepillarlo hasta deshacerle uno que otro nudo que se le hubiera hecho porque ya tenía el pelito medio largo y no pensaba cortárselo cuando la temperatura estaba tan cabrona.
Sonreí cuando puse la lavadora.
Mi mamá y Juanjo se quedaron viendo un maratón en idioma original de "Breaking Bad" y yo, que sabía que poco a poco tenía que ir metiéndome en el trabajo, me acosté en la cama a revisar los Lebensläufe que me había enviado Christopher un par de días antes.
El chucho se me enrolló contra la cintura y se durmió.
Poco después de haber decidido que solo iba a querer hablar con tres de ocho prospectos, y de haberle notificado a Christopher, caí en un sueño tan reparador que me hizo sentir como si todavía me quedaran treinta días de vacación por delante.
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Nunca había soñado con el Coronel.
Bueno, no puedo decir que soñé con él-él, sino con alguien a quien yo tomaba en su lugar. El peinado era diferente, con las entradas más largas y las puntas más colochas; los ojos eran dóciles, aunque el iris y la pupila habían intercambiado lugares; no tenía ni nariz ni sonrisa, pero no parecía importar porque se cubría con una barba larga y canosa. Era alto, como en la vida real, pero desgarbado. Caminaba arrastrando los pies.
Él solo estaba ahí, existiendo, haciendo nada. Era una presencia que no se podía ignorar, pero que daba igual si se movía hacia un lado o hacia el otro, si hablaba o si permanecía callado.
César, o a quien reconocí como él, tenía la misma edad del Coronel y solo se limitaba a subir y bajar una persiana innecesaria porque no había ventana que cubrir. Estaba vestido con el uniforme del Liceo: la camisa tipo polo blanca, con el cuello y el borde de las mangas con franjas rojas y amarillas; el short y los tirantes azules; los calcetines rojos, altos, y los zapatos negros, los cuales por alguna razón sabía yo que eran de piel de conejo.
César y el Coronel estaban afuera del Mendel, aunque claramente esperaban a que dieran las 15.00 para recoger a los nenes que estudiaban en el Kepler.
Yo estaba adentro, en el corredor que llevaba de Primaria a la salida, cuando me vi salir con Beatriz (no Bea) de la mano. Me había caído, seguramente, porque llevaba unos esparadrapos en la frente.
El Coronel se quedó mirando la escena. Y yo, que tenía un lunar entre el labio y la nariz, me le echaba en los brazos a César y lo llamaba papá.
No me desperté asustada ni nada, ni siquiera sentía asco, pero me pareció curioso cómo mi cerebro amalgamaba las cosas sin lograr distinguir ningún tipo de límite.
Ya estaba oscuro de nuevo, de noche, y estaba lloviznando.
Miré la hora en el teléfono y el reloj apenas pasaba de las 17.00.
El chucho ya no estaba conmigo.
Afuera se oía la voz de Juanjo. No supe distinguir si platicaba con mi mamá o con Bea.
Eran los tres, sentados a la mesa del comedor, con una taza de café ya vacía y el cadáver de una tartaleta individual enfrente.
Juanjo, que quizá todavía no había superado el incidente, se disculpó porque debía ir a ver lo del check-in y a arreglar su maleta (se iba al día siguiente).
–Quizás mejor le ayudo –comentó mi mamá y se levantó de la mesa.
Me rehusé a creer que iba a hacer labores maternales y que solo lo hacía para dejarme a solas con Bea.
–¿Querés un café? –sonrió.
–No he almorzado –me negué con la cabeza.
–Traje bagels, ¿querés que te prepare uno?
–Gracias.
La miré ir a la cocina y sacar el pan de una bolsa para meterlo al tostador en el nivel más bajo. Cuando sacó una cacerola y un huevo, me acerqué.
–¿Está todo bien? –pregunté sin saber muy bien por qué.
–Sí, solo le estaba contando a Juanjo qué onda con mi mamá –asintió.
Se movió de aquí para acá, y de acá para allá con lo que iba a necesitar.
–Dice que no debo preocuparme por nada; si acaso sale algún papel con una firma, es fácil comprobar que no es mía porque no puedo estar en dos lugares al mismo tiempo.
Tenía sentido.
–Al principio, Juanjo no me quería decir nada porque creía que había algún tipo de conflicto de intereses, va-áh; porque Dietrich los había contratado a ellos para que lo representaran.
–¿Los había contratado?
No me estaba haciendo pendeja. Mi pregunta se refería más bien al tiempo verbal.
–Sí, pues, porque resulta que se enteró de que mi mamá le donó bastante pisto a la campaña del Chompipe y a la Obra. Como el despacho no quiso hacer las cosas de manera más agresiva, los despidió y contrató a otros.
–No me digás que se fue con Patrimonium.
–No –se rio–, ellos están representando a mi mamá. No podrían.
–¿Entonces?
–No sé a quiénes contrató, Schatz –se encogió de hombros–. Pero son los que le han ayudado a poner todas esas demandas.
–Entonces, ¿Juanjo sí te pudo aconsejar bien-bien?
–Sí, algo que de alguna forma ya intuía –asintió–: que mientras menos sepa del asunto, mejor.
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Huevos Tibios
Romance"Huevos Tibios" es la historia de una amistad de toda la vida entre dos mujeres cuyas vidas se cruzan y se separan por mano ajena en los momentos más esperados. La narradora, cuyo nombre nunca se da a conocer, reconstruye, a través de episodios dulc...