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Si no hubiera sido por Jan, o más bien que le había salido una cita de Tinder en el centro, no hubiera alcanzado a llegar al Regio, Richtung Wesel.

Me parecía absurdo el grado de mi nerviosismo porque, además de que habíamos estado juntas un par de semanas antes, mis encuentros con Bea, al menos desde aquel vuelo de Los Ángeles a La Aurora, siempre fueron parte de un continuo que se proyectaba al infinito porque nos habíamos mantenido fieles a la costumbre de no despedirnos nunca; esta vez era diferente por el simple hecho de que, al no haber una fecha en la que físicamente nos iban a separar una o más fronteras políticas, no íbamos a tener que recurrir a los auf Wiedersehen por sobre cualquier otra forma, el mutismo inclusive.

Cuando me avisó que ya estaba esperando la maleta, sentí náuseas.

Vi a mi alrededor, quizá buscando un baño o un basurero en el que pudiera vomitar, pero me quedé en que un nene, de unos quince o dieciséis, tenía un enorme ramo de rosas blancas entre las manos. Me pregunté si eso era algo que se esperaba de mí y concluí que las flores, de cualquier tipo, no iban conmigo (ni siquiera tenía de las de plástico en mi casa); además, iba a ser demasiado, no sé, kitschig de mi parte. Sin embargo, entendí el significado y la intención detrás del gesto, que era el mismo, aunque ligeramente diferente, de la parrilla y las cajas de cerveza que me habían regalado mis amigos.

Al verla, sentí como si el aire se me hubiera salido de golpe de los pulmones. Apreté el vaso con chocolate caliente y la bolsa con el Zimtschnecke (con eso decidí sustituir los globos y las flores).

Antes de abrazar a Bea, vi que las rosas blancas eran para la Oma.


Logramos alcanzar el Regio, Richtung Koblenz, y nos bajamos hasta el UN Campus.


Apreció que la recibiera la calefacción porque, según dijo, Bonn le parecía más frío que Madrid.

La verdad es que las dos ciudades, a cero grados, valían mucha verga (pero Gronau valía más verga porque se metía el viento del río).

–Se ve diferente –comentó al ver que la cocina, que antes había sido roja, ahora era negra, y que el resto de los muebles eran más sobrios–. Parece de revista.

Técnicamente no, no eran de revista, pero sí de catálogo, porque Jan y yo habíamos sufrido de una transformación que él asumió que venía con la orientación sexual y yo con la edad (lo que le sirviera a cada quién): habíamos estado de acuerdo con que, en vista de que ninguno de los dos sabía una mierda de decoración de interiores, lo mejor era comprar el montaje completo (menos esos accesorios como una imitación de colmillo de marfil y las velas que sabía que nunca iba a encender). Además, por cada set me habían regalado pendejadas de WMF: una batería de cacerolas y ollas, un set de cuchillos, una licuadora, un Milchaufschäumer, y una mierda que era parrilla con fondue con raclette en una sola.

Como mi torpeza no pudo ni siquiera preguntarle si eso era algo bueno o malo, si le gustaba o si le parecía demasiado, solo atiné a sonreírle y a colgar la bufanda y el abrigo del perchero de la entrada para después quitarme las botas.

–¿Tenés hambre?

Se volteó con los guantes en la mano y se me colgó del cuello.

Me apagó el cerebro.


Mi teléfono vibró sobre el parkett, sacándonos del trance en el que habíamos caído.

Me senté al borde de la cama y me estiré hasta alcanzarlo.

Vi la hora. Eran casi las doce.

Tenía tres mensajes relevantes: mi mamá preguntaba si Bea ya había llegado y si había llegado "con bien"; Maxi me preguntaba si estaba viendo lo que estaban poniendo en el grupo del colegio, pero luego, una vez se dio cuenta de que me había salido mucho tiempo atrás, me mandó pantallazos de todo (los revisaría después); y en el grupo con Lars, Jan y Erika preguntaban no si Bea ya había llegado, porque eso lo daban por hecho, sino si ya habíamos consumado la mudanza entre las sábanas.

Huevos TibiosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora