Me sorprendió que a esa hora, pasadas las doce de la noche, La Aurora no estuviera precisamente vacío.
Fue difícil ubicar a mi mamá porque, aunque por primera vez los chontes no la estaban sofocando con que debía moverse, no la dejaban bajarse del carro, quizá sospechando que Guate, en medio del mierdero político que se había desarrollado en las últimas semanas, iba a ser víctima de un atentado terrorista orquestado por una señora de 54 años que se había preocupado por hacer un plan de retiro que a esas alturas debía de estar bien jugoso. Qué risa.
–¿Y esta? –le pregunté en lo que subíamos las maletas al baúl de la camioneta–. ¿Del Juanjo?
–No. Fue mi regalo de bodas, de mí para mí –sonrió muy orgullosa–. Me la dieron anteayer. Es automática.
Con eso mi mamá me confesaba que había dado su brazo a torcer y que, por muy superior que se sintiera manejando una caja mecánica de velocidades, había entendido que el tráfico citadino ya no estaba como para pasar todo el tiempo con el clutch hasta el fondo.
Le dije que estaba muy bonita (la camioneta, porque mi mamá era guapa) y que, además de que era cómoda, me gustaba el color.
Bea, que se había quedado atrás porque le había urgido ir al baño, nos alcanzó a los pocos minutos.
Mi mamá llamaba a Bea (y también a Maxi) mi amor, así, con cariño en puta, algo que no hacía conmigo porque yo era Mäuschen aquí y Mäuschen allá; aunque ya me había acostumbrado a la expresión viniendo de mi mamá hacia Bea, todavía me parecía rara porque ni siquiera era la manera en la que Bea y yo nos tratábamos mutuamente.
–Qué bueno verte, mi amor –la abrazó con fuerzas y le dio un beso en la cabeza–. ¿Tienen hambre?
Bea y yo asentimos al mismo tiempo.
–Súbanse, pues, que creo que el único lugar abierto a estas horas es el Burger King y el Dennyˈs de Liberación. Si no se les antoja eso, en la casa hay frijoles.
La risa burlona debía remontarme, al menos a mí, a mucho tiempo atrás, cuando mis ganas de comerme unos Nuggets eran canceladas con la existencia de comida casera; ahora entendía que muchas de esas veces mi mamá no había tenido más que cien quetzales para terminar la semana, justo lo que ese día costó mi All American Slam con bebida de refill.
Esto lo sabía yo porque en alguna ocasión, ya cuando estaba yo muy grande (28 o 29 años) había liberado un poco del vapor que constituía el resentimiento que le tenía al Coronel. Más allá de la jalada del crédito, había hecho muchas otras cosas.
Por ejemplo, la vez en la que le dijo que quería un Cool Water y ella había ahorrado para comprárselo, todo para que al final le dijera que no le gustaba cómo olía. O la vez en la que el Opa le había dado pisto para que pagara la energía eléctrica (la necesidad había sido real si había aceptado ayuda de él) y el Coronel, tan cerote como era, se lo había sacado de la cartera bajo el argumento de que no quería que lo gastara en cigarros, pero fue él y se compró cuatro billetes de lotería. O la hijueputa vez que le había pedido prestado el carro para ir a hacer unas "diligencias" a Fraijanes (en aquel entonces no quedaba tan cerca) y mi mamá había tenido que irse en bus a la universidad, pero, como había tenido que pagar unas copias y comprar unos libros, se había quedado sin pisto y, al ver que el Coronel no llegaba por ella a las 8 de la noche que salía de clase, se tuvo que regresar caminando desde la USAC.
Todo cambió, evidentemente, cuando se dio cuenta de que estaba comiendo mierda por orgullo y culpa, porque sentía como si su metida de pata era algo que tenía que arreglar ella sola y por sus propios medios, incluso a pesar de que mis abuelos nunca se lo recriminaron. O sea, contentos-contentos no habían estado, pero tampoco negaron su existencia o la mía. Solo entonces, hasta que admitió que necesitaba su ayuda, tanto en un sentido económico como en uno familiar, y que eso no tenía nada de malo, las cosas empezaron a estabilizarse. Su ausencia nunca fue objeto de reclamo o reproche para mí porque la Oma de alguna manera logró hacer que entendiera que se trataba de algo físico; mi mamá siempre trabajó tiempo completo e incluso en otros giros en su "tiempo libre", como dando clases particulares de alemán o tutorías de matemáticas tanto a nivel básico como universitario.
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Huevos Tibios
Romance"Huevos Tibios" es la historia de una amistad de toda la vida entre dos mujeres cuyas vidas se cruzan y se separan por mano ajena en los momentos más esperados. La narradora, cuyo nombre nunca se da a conocer, reconstruye, a través de episodios dulc...