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Se suponía que iba a terminar mi turno a las cuatro en punto para ir al apartamento, bañarme, recoger la maleta y salir echa un cuete para Düsseldorf y alcanzar el último vuelo de la noche.

Era la única manera en la que iba a poder pasar un día entero en la cama con Bea; a estas alturas, fingir que no era eso lo que íbamos a hacer (después de ir a cenar con unos sus amigos que me querían conocer), era simplemente pendejo, pues.

Pero Thorsten llegó a las dos de la tarde, con cara de perro hambriento y falto de amor, para pedirme que presentara un informe en la reunión de las tres y media.

Ich bitte dich –me rogó con las manos juntas–. Bitte, bitte.

Le pregunté si no podía encargarse alguien más, como Florian, y me preguntó por qué creía yo que estaba él ahí, rogándome, sabiendo que yo iba a desentenderme de todo en pocas horas.

No le confiaba su éxito frente a Uwe y al otro pez gordo a ninguno de mis compañeros porque no habían sido ellos los que habían redactado la mierda. Además, dijo que me convenía estar ahí para que los demás me conocieran la trompa.

Después de explicarle la situación, el cuate me ofreció cielo, mar y tierra para que accediera.

El hecho es que, en lugar de subir a Düsseldorf, me mandó en un carro de la compañía a que recogiera la maleta y bajara a Frankfurt para alcanzar el vuelo de las 20.55.

Jamás había corrido así, apretando las nalgas, con la presión de que no iba a llegar a tiempo; tienen que entender que, de haber fracasado, mi espíritu alemán se hubiera muerto.

En el counter me dijeron que era imposible hacer que el equipaje que iba a documentar lograra subirse al avión conmigo. Me preocupé, pero menos mal que, por paranoia heredada, siempre andaba un calzón de repuesto en el bolso, y tres mudadas y por lo menos otros siete calzones en la maleta de mano. Me tomaron los datos del hotel en el que me iba a quedar en Madrid para hacerme llegar la maleta en el transcurso de la mañana siguiente.


A la medianoche que salí, dejé caer todo al suelo para abrazarla.

Me valió verga que la gente se nos quedara mirando por la manera en la que me ocupó la boca hasta que se cansó.

–Perdoname, de verdad –le dije en el primer chance que tuve–, perdoname por haberte hecho esperar, por no haber podido conocer a tus amigos, por todo.

–Pero ya estás acá –sonrió y me apretó un poco más–, y la mara sigue en el restaurante, más que nada chupando, pero todavía hay de comer.

Le dije que sí con la cabeza porque llevaba casi diez horas sin tragar algo que no fuera una bolsita de nueces y otra de pretzels. 

Huevos TibiosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora