🐉Omake🐉

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En el cálido refugio del hogar Ouroboros, una atmósfera de profunda tensión había descendido sobre Rossweisse, Nyx, Ingvild y Gran Rojo. La casa, que normalmente emanaba un aura de tranquilidad, ahora parecía un escenario de pesadilla. Estaban todos acorralados en una esquina, temblando visiblemente, el miedo reflejado en cada uno de sus rostros.

Rossweisse, se encontraba con su semblante pálido como la nieve, los ojos desorbitados, incapaz de procesar lo que estaba sucediendo. Su cuerpo, usualmente firme y disciplinado, ahora temblaba incontrolablemente. Sus manos, que habían blandido armas con destreza en incontables batallas, se aferraban con fuerza a las de Nyx, buscando un apoyo que parecía haberse desvanecido junto con su coraje.

Nyx, la diosa primordial de la noche, estaba irreconocible. El brillo oscuro y misterioso que solía rodearla había sido reemplazado por un aura de vulnerabilidad que rara vez mostraba. Sus ojos, normalmente llenos de una calma insondable, estaban llenos de un terror profundo. Sentía que la oscuridad, su dominio natural, la había abandonado, dejándola expuesta y temerosa. Cada respiración era un esfuerzo titánico, y su mente, que solía ser un baluarte de ingenio, ahora solo repetía un mantra desesperado de supervivencia.

Ingvild, la heredera de Leviathan, se aferraba a Rossweisse con una fuerza que contrastaba con su frágil apariencia. Su cabello púrpura, que normalmente flotaba con una suavidad etérea, ahora caía sin vida sobre su rostro. Sus ojos naranjas, que siempre mostraban una mezcla de dulzura y tristeza, estaban anegados de lágrimas, reflejando un miedo visceral que la paralizaba. Su corazón latía con tal fuerza que sentía que podría estallar en cualquier momento, y su cuerpo entero estaba invadido por un temblor que no podía controlar.

Y allí estaba Gran Rojo, el Dragón más poderoso, la entidad que incluso los Dioses temían. Pero ahora, reducido a una forma más humana, no era más que una sombra de su antiguo yo. Su piel, normalmente de un tono rojo vibrante, estaba descolorida, casi gris. Sus manos gigantes, capaces de destruir montañas, ahora temblaban como las de un niño asustado. Había enfrentado enemigos que desafiaban la lógica y la razón, pero nada lo había preparado para lo que ahora se cernía sobre ellos. Su instinto de lucha estaba sofocado, reemplazado por una sensación de impotencia que lo consumía por dentro.

Frente a ellos, paseándose de un lado a otro, estaba la figura femenina que provocaba este terror absoluto. Su presencia dominaba la habitación, emanando una presión abrumadora que hacía que el aire se sintiera denso e irrespirable. Cada paso que daba resonaba en los oídos de los presentes como un latido funesto. Sus ojos brillaban con una luz fría e implacable, escrutando a los cuatro con una intensidad que los atravesaba hasta el alma.

El movimiento fluido de su cuerpo, cargado de una gracia letal, mantenía a todos en vilo, como si en cualquier momento pudiera desatar una tormenta de destrucción. Sin decir una palabra, su simple presencia dejaba claro que estaba por encima de ellos en todos los sentidos; una fuerza que no podían comprender ni mucho menos enfrentar.

Los cuatro sentían que cada segundo que pasaba podría ser el último, pero estaban demasiado aterrorizados como para siquiera considerar moverse o actuar. Todo lo que podían hacer era observarla, esperando que esta pesadilla terminara, rogando en silencio que la figura frente a ellos no decidiera que era el momento de acabar con sus miserables existencias.

 Todo lo que podían hacer era observarla, esperando que esta pesadilla terminara, rogando en silencio que la figura frente a ellos no decidiera que era el momento de acabar con sus miserables existencias

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