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Emma
El agotamiento es algo que tengo acumulado en cada uno de los músculos del cuerpo, algo me dice que no huelo bien como tampoco luzco agradable a la vista con la piel seca, el cabello alborotado y las manos maltratadas.
La azotea del hotel donde acabamos de descender muestra a Las Vegas dándome un ambiente distinto a la montaña llena de suplicio en la que estaba y donde los Kryshas de la Bratva no perdieron oportunidad para tropezarme, pisarme o atropellarme soltando murmullos despectivos y amenazas disfrazadas advirtiendo a cada nada lo que puede pasar si tocan a su Boss.
Un grupo de botones llegan por el equipaje señalándome el camino y sigo al ruso que baja las escaleras que le muestran dejando que los helicópteros alcen vuelo queriendo perderse.
No sé cuántos pisos tiene esto, pero creería que estoy en un 50 o 60, en el cual nadie repara nuestro aspecto mientras bajamos.
—Este piso cuenta con nuestras mejores suites VIP —indican—. Máxima seguridad para que disfruten tranquilos, aquí y en todo el circuito dorado libre de autoridad.
El grupo de los Kryshas abandona el nivel y en el piso que acaban de mencionar solo queda el Vor, Aleska, Uriel y el Boss.
Los pasillos son amplios, excéntricos y las pocas personas que nos topamos se hacen a un lado dándole espacio al encargado que señala las habitaciones dándonos la bienvenida.
La del Boss es la última, no queda nadie tras nosotros y nos abren las puertas de una lujosa habitación digna de hotel cinco estrellas, con antesala, mini bar, alfombras gigantes y ventanales que ocupan toda la pared dándole un ambiente cálido al espacio.
Ni en los eventos olímpicos me hospedé en algo que derroche tanta exclusividad. Entregan las llaves y el mafioso pide que lo dejen solo. Mi aspecto desenfoca en el sitio y él saca las armas tirando lo que cargaba a la basura.
—Bota todo lo que traigas —me pide con el teléfono en la oreja—. No quiero basura aquí, ni nada que huela a esa montaña.
No sé que pensará que me voy a poner, sin embargo, tiene razón, nada huele bien y tiro todo a la caneca quedándome con los apuntes que me había dado y los pocos billetes que cargo desde que partí de Italia. La terraza me llama y no me cohíbo recibiendo los rayos solares que en Haití eran una tortura, pero aquí se sienten como un privilegio, ya que no tienen tanta intensidad.
La playa artificial está llena de lujo que se ve a lo lejos. No es una vista que aburra y me sumo por un momento hasta que abren la puerta trayendo cinco carros rodantes con prendas masculinas. El último que se acomoda muestra la diferencia con prendas femeninas que la dependienta me señala, pero no sé si se equivocó de lugar.
—Escoge que mis esclavas no andan en harapos ni mal presentadas, ya que habla mal de mí —se impone el Boss eligiendo lo suyo.
Las cosas están pesadas, si antes me querían matar, ahora más al ponerlo en riesgo en el acantilado. Las miradas de odio aumentaron al igual que los comentarios que tuve que soportar a lo largo del camino por parte del marido de Agatha hablando mal de mi madre y de mis hermanas.
Tomo los tres trajes de baño, no me importa si los usaré o no, aquí no me pagan y al igual me los voy a quedar. Él sigue eligiendo y yo tomo vestidos, faldas, vaqueros, short, blusas y ropa interior arrugando las cejas de la dependienta cuando dejo el carro casi vacío. Elijo uno de los perfumes que trae, dos cremas y correas.
—Gracias —tomo los cuatro pares de zapatos que trajo—. Ya puedes irte.
El mafioso está tan distraído terminando de escoger que no nota que los brazos los tengo llenos y aprovecho el que me dé la espalda para meter todo en el closet.