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Ilenko.
Los golpes y puños propinados me dan igual, ya que lo único que me preocupa es el hecho de que es un pésimo momento para ausentarme. La angustia es algo peor que las patadas y no dejo de querer saber quién dio mis malditas coordenadas trayéndome aquí.
Me levantan a las malas después de horas de vuelo. Abandonar la organización es algo que sencillamente no podía pasar ahora y el saber que no he llegado solo empeora mi enojo; «El Vor». Thomas Morgan es lo primero que me atraviesa la cabeza, ya que bajo la ley de Sirot no se puede confiar en nadie y mucho menos en esa alimaña.
La venda me la quitaron hace un par de minutos y con la argolla en el cuello me hacen bajar manteniendo mis manos atadas. El empujón me lleva hacia adelante y el incandescente sol me da en la cara sumergiéndome en el desierto donde termino con el otro líder de mi organización al cual le quitan la lona de la cabeza atando ambas cadenas al animal que espera con un jinete arriba.
—El Boss y el Vor de la mafia rusa —espeta y varios caballos nos rodean sumándose por atrás—. Bienvenidos a Gehena.
Echa a andar el animal acelerándome el paso a través de la arena donde soy obligado a correr con el Vor que cojea mientras que yo sigo pensando en lo mismo y en el hecho de que no puedo ausentarme. No hay alivios, ni opciones o plan B con ambos aquí y Moscú sin respaldo.
Soltarme no puedo y la arena se levanta mientras los minutos pasan corriendo en medio de la nada siendo jalado de la cadena, la cual no permito que me lleve al suelo por más que quieran humillarme siendo arrastrado. Sigo firme manteniendo el ritmo durante todo el día donde mi garganta clama agua al igual que mi piel.
No paran, no se detienen y el sol le da paso a la luna vagando hasta la mañana siguiente donde el cansancio no me exige un alto, simplemente me recuerda todo lo que conlleva estar aquí evocando lo que pasa cada que me alejo de mi pilar. Los recuerdos del pasado se mueven en mi cabeza y furioso intento desatarme otra vez mientras los caballos me siguen rodeando. La argolla en mi cuello no deja de apretarme y las plantas de los pies las tengo vuelta mierda por el trote, pero no importa porque lo único que quiero es soltarme.
Las cúspides de una enorme ciudad sobresalen con estatuas y edificaciones que brindan un aire persa mezclado con la cultura moderna oriental. El calor es infernal y me hacen bajar rodeado de más hombres los cuales me sumergen en un espeso bosque lleno de árboles gigantes, lagos, zanjas y animales venenosos.
La maleza me maltrata pasando otro día de caminata hasta que el jinete nos saca dejándonos frente a la parte trasera del enorme castillo con ventanales de cristal y puntas plateadas, el cual es como un antónimo de mi fortaleza, ya que este irradia esplendor mientras que el mío infunde pánico.
Los caballos abundan, los animales de granja también y me llevan a las escaleras que bajan al subsuelo donde me sumergen en los calabozos subterráneos medievales con paredes de barro y antorchas en las paredes. No es un sitio extenso, es más bien un sótano de adoctrinamiento medieval donde anclan mi cadena a la enorme argolla que hay en el suelo.
Sigo con las manos encadenadas y al coronel lo empujan a mi lado. Estoy vuelto un desastre rodeado de un centenar de soldados que se mantienen bajo las antorchas dándole paso a la rata que se aparece caminando con lentitud a través del pasillo.
—¿Qué es esta estupidez? —pregunta el coronel hastiado— ¿Y quién es ese imbécil?
—Un esclavo al que no le caigo bien —contesto con simpleza cuando sale a luz.
—lo mutilaste—responde aburrido reparándole el brazo.
—Eso dicen.
—Su majestad Cédric Skagen, príncipe de Gehena.